12 de junio de 2008

EL SUEÑO DE UNA CALAVERA


Luis Fernández, pintor nacido en Asturias a la que abandonó muy pronto, conjura con esta obra una dimensión que le permita acceder a la sensación de tentar la verdad de nuestra mortalidad.


En sus calaveras se perfilan ángulos, contornos, prismas, que modelan un pictograma en claroscuros hasta no inferir si es el desnudo de una cabeza o lo que paulatinamente se ha formado ensamblándose internamente y emergiendo de un fondo oscuro, el de una capilla de ánimas desaparecidas.


En todo caso, construye la belleza fría de estos cráneos con esa luz de crepúsculo y esa marea de color estática,como la reflexión de una contradicción entre lo que se deja y lo que nos llevamos. Y él sostiene que la armonía, la gracia y la perfección no deben ausentarse ni cuando ya somos una simple osamenta.


Obra que apacigua temores pero no dudas, que es símbolo de fugacidad pero perenne en su estética para que haya una continua meditación. El pintor convino en llevarla a cabo pintando la magia de esa caja ósea en repetidas ocasiones porque en cada una de ellas subyacían, en paz y sosiego, sus propias preguntas y respuestas. Y quizás también las nuestras.


Hoy el malecón solloza de tanta maldad. Olokun desencadenó un mar áspero que pisotea las entrañas de los moradores que suplican una caricia de sal. Los orishas Elegguá, Oggún, Ochosi, Osun, no están para defendernos. Mi amigo Humberto y yo, despavoridos, fuimos a echarnos los caracoles. Los suyos se mantuvieron mudos, los míos pintaron una cruz blanca y una línea oscura, señal de que mi tiempo se va acabando.

11 de junio de 2008

POST MORTEM


El artista asturiano Juan Carlos Carrasco, en su exposición "POST MORTEM" recientemente inaugurada en Gijón, ha iniciado su aventura partiendo en cierto sentido de una cercana referencia a las singladuras formales y conceptuales en que se embarcó la "Nueva Objetividad" alemana, el realismo mágico o incluso De Chirico (por algo había que empezar), para construir su propio proyecto, que al mismo tiempo lo circunscribe a la contemporaneidad más visible y emblemática a través de formatos ópticos cuya vocación estilística es situar la imagen como signo de una cultura señalada por el impacto reverencial a la virtualidad de la imagen.

Con ello, introduce el mensaje visual de una concepción plástica que tiene al hombre como su principal objeto, como su más obsesiva alegoría, investida de espacios de luz que revisten una envoltura cosmológica.

Por eso, hay cierto sarcasmo, cierta ironía, pero también compasión, distanciamiento, juego, escepticismo, en el dibujo de esos seres antropomórficos, asexuados, que no son conscientes de su condición mortal, ni de una naturaleza que les deja indefensos ante su fin.

Los planos cromáticos luminosos son el contorno de una fábula desmitificadora que nos conduce a aquellos que son nuestros miedos más íntimos, más inconfesables, y no deja de haber por ello un propósito festivo, jocoso, que induce a la mirada a un esfuerzo de introspección para hallar el testigo de la fe en un destino en el que no se quiere pensar.

Obra que hace de la paradoja una visión que deslumbra por sus amplios planos, por sus abiertas perspectivas, por sus apiñadas criaturas deambulado incansables en un círculo post mortem.

Mi amigo Humberto y yo, ensimismados en esta reflexiones, nos encontramos a la entrada del cementerio. La mísmisima muerte, Ikú, nos abre la puerta y nos lleva hasta Eggún, el espíritu de los muertos, y Yewá, la lechuza que vigila, que nos presentan a Oyá, la dueña de las tumbas. Sacamos el ron y nos pusimos todos a brindar porque nuestro itutú, llegado el momento, serenase nuestra alma y nos diese descanso eterno. Seguro que Juan Carlos así lo hubiese querido y deseado.

10 de junio de 2008

ENIGMA


Gauguin, en este autorretrato, comparece como un jeroglífico que quiere y no quiere ser descifrado. La vanidad incrustada en la verdad o un deseo ya perdido que ofrendar.


Creo que casi todos los artistas se reservan un trozo de enigma que guardan en la caja fuerte de su cerebro y que no permiten desentrañar por el riesgo de ofrecer al espectador la clave más oculta de su capacidad y talento para descodificar lo que no se ve y transmutarlo en un hacer plástico destinado a incorporarse a nuestro imaginario.


Por eso él no transmite más que un prontuario o una sinopsis, el resto lo ha de completar el que ve, observa, descubre, intuye, que de esta forma se hace partícipe de la obra si la ha valorado como conocimiento propio, como atlas de su propia geografía visual.


Este magistral autorretrato confronta su mirada con la nuestra, casi como de reojo, y nos reta a descubrirle más allá de la mera apariencia que se desdobla en cada línea, en cada contorno, en cada forma y filigrana. El secreto está fundido con cada pincelada.


Mi amigo Humberto y yo, bajo un crepúsculo de óleo en el malecón, percibimos la presencia de Yemayá. Estaba licuada en la atmósfera. No era Yemayá Asesú, la de las aguas tranquilas, ni la agresiva Yemayá Okuti, tampoco Yemayá Konlá, la que hace espuma a las orillas del mar. Eran todas un solo mar, el nuestro, el Caribe de fondos ignotos y ondinas mestizas.


Acabamos el ron y regresamos al túnel que nos sirve de madriguera hasta que llegue el wemilere, la fiesta de los santos, que en su júbilo nos proporcionará luz con la que trasladar la eternidad al lienzo, ciego de tanta oscuridad.

5 de junio de 2008

GISELAS DE LUNA


Ritmos de guaguancó, conga y rumba atronan el malecón en la noche. Festivos, sandungueros, jocosos y jodedores, los olochas danzán el nengón, el kiribá, el changuí y el sucu sucu.


Los tambores yuka, los tambores de palo, los tambores de Kinfuiti, los tambores biankomeco, los tambores arará, los tambores de Olokun, la tumba francesa, los tambores de radá, los tambores nagó, los tambores de bembé, los tambores batá, los tambores iyesá, los tambores dundún, los tambores gangá, anuncian la presencia de los orichas.


El trance se presiente ya, hasta que por fin el caballo de santo se acerca a mi amigo Humberto y a mí para escuchar nuestras quejas.


Después nos lleva al Igbodó y allí nos deja con las Iyalochas, jóvenes, valquiria una y morenas las demás, bautizadas por la luna, que amamantan nuestros pesares, nos dibujan sensuales fantasías y nos encomiendan a Oyá, la dueña del cementerio, que ya nos ha colocado el número ocho.


Amanecimos fríos. Comimos harina caliente y tocamos el quinto mientras esperamos, entre trago y trago, la hora del carnaval orgiástico de la muerte.

4 de junio de 2008

UDNIE


Francis Picabia, artista cubano de ascendencia franco-española, luchó en todos los frentes de las vanguardias históricas y en todos ellos dejó el testimonio de su versatilidad insatisfecha.


Traigo a este espacio esta pintura, de la que se ha dicho que es el recuerdo del coito de un hombre de negocios de edad madura con Udnie, porque en ella se pone de manifiesto la espléndida conjunción de las partes de un todo vertiginoso.


Movimiento y reposo en la base, luz y penumbra, calor intenso y frío, pasión y placer vibrante, silencio breve y clamor, esplendor y ceremonia. Y también ironía en una arquitectura que enmascara la penetración a través de su ostentación aparatosa, histriónica.


Es fruto de un sincretismo de tendencias y corrientes, de credos y teorías, pero también la hábil falsificación de una realidad que está destinada a eso mismo, a ser convidada en un festín de imposturas y simulacros.


Me encuentro a mi amigo Humberto en su taller iluminando en el lienzo con su pincel un espectro repetido siete veces. Después ha depositado sobre él la sangre de una primera menstruación y encima de ella, acariciándola, la llama de una vela enciende una oración. Hasta que cobre vida participaremos en el malecón en la ceremonia de la Rumba de Santo junto a babalochas, iyalochas, oriates y babalawos.


Cuando retornemos esperamos hallar al espíritu invocando la salvación que nunca tuvimos.


3 de junio de 2008

LOT Y SUS HIJAS


Esta obra, "Lot y sus hijas", atribuida al maestro flamenco Lucas de Leiden, nos asombra no sólo por ese dominio de la perspectiva, de la arquitectura y del paisaje, sino también por una representación bíblica que se articula en escenas que como un diagrama se escalonan hasta conformar un gran escenario.


Hay un recorrido de tiempo con distintos planos de espacio graduándose desde un fondo apocalíptico hasta un primer ambiente que a través del color rojo de la tienda atrae nuestra atención. En la zona intermedia se ve al padre y a las hijas llevando al burro detrás suyo sobre un puente que los conduce a nosotros; la madre queda a la izquierda convertida en una estatua de sal mientras más allá la tormenta de fuego destruye la ciudad de Sodoma.


Pero en las primeras imágenes late una disonancia transgresora, pues no es el padre quien se deja embriagar sino que es él mismo el que seduce a su hija mientras la otra, en una postura sensual, escancia el vino que servirá para atizar el desenfreno erótico que las posturas y gestos anuncian.


No se han aterrorizado, no han llorado la pérdida de un ser querido, no están atribulados, están vivos y quieren seguir estándolo para gozar. El incesto no planea sobre sus sentimientos y emociones, son otros los deseos que provienen de su naturaleza, los más instintivos, los que no tienen códigos que les aten.


No deja de ser un misterio una obra tan transgresora en una época en que la religión abarcaba cada momento del día, a no ser que se establezca una relación próxima con la ruptura del catolicismo acontecida en fechas cercanas a la datación de la misma. Quizás por ello su autor se haya mantenido en el anonimato.


Hoy nos hace una visita El Bosco en el malecón. Nos dice que si en su existencia como pintor hubiese conocido este rincón, sus visiones hubieran estado más rebosantes de silogismos, profecías, enigmas, pecados y ninfas mestizas que el Jardín de las Delicias. Lo habría titulado el Jardín de las Antillas. Quede escrito.

2 de junio de 2008

LAS TRES EDADES DE LA VIDA Y LA MUERTE


En este cuadro, Las tres edades de la vida y la muerte, de Hans Baldung, se enmarcan las ideas, los horrores y los sentimientos de una edad en la que los credos y doctrinas se tatuaban hasta en el alma de los descreídos.Y también las pasiones.


Baldung fue más que un fiel intérprete, fue un artista obsesionado por una angustia a la que sólo podía dar salida pintando la realidad que se escondía bajo una opresión que se agrandaba como un tumor dentro de sí mismo.


Época de símbolos y signos, la muerte era la gran señora de presencia perenne, la antesala de la condenación anunciada por la Inquisición, la que marcaba y tasaba el tiempo de vida avaramente. La belleza era demasiado efímera, tal como señala ella misma con ese reloj que como una guillotina sitúa ante la cabeza de la joven hermosa pero también vanidosa, pues la esperanza media de vida era de treinta años.


La vejez trata de impedirlo inútilmente, su brazo cargado de cólera y desesperación se opondrá en vano, el cuerpo de la muerte que arrincona a las tres figuras es demasiado poderoso.


El paisaje de fondo es sombrío, intemporal, y la tela transparente que hace de hilo conductor se pierde a la izquierda del lienzo dejando abierta la incógnita final: ¿cielo o infierno?


Las tres edades como sinónimo del todo porque abarcaba el principio, el medio y el fin.Aunque no aparece ningún signo religioso, se sobrentiende, subyace y vigila. La salvación anunciada es lo que redimirá al ser humano de un destino aciago, pues desde que nace está amenazado por la muerte a causa de la guerra, el hambre, la peste, la maldad. No ha lugar para la exaltación, el éxtasis, la plenitud.


Recojo a mi amigo Humberto en su taller de Miramar, ese espacio real-simbólico donde él fusiona significantes y significados con sombras de una realidad que no tiene nada de renacimiento, y paseamos hasta el malecón, lugar de alegorías y ultratumbas, para con nuestra embriaguez de ron poner preso al muerto oscuro.