Ante la obra de Marsuka Dopazo, joven artista canaria, se corre el riesgo de incurrir en tópicos y aproximaciones ya manidas que no clarifican y no sirven para diferenciar. Ni tampoco le hace falta. Sus proyectos, ya busquen la síntesis abstracta de una emoción o el dibujo de una representación que transmuta una vivencia, guardan un vínculo directo con la materia que procura la forma y después con ésta última pues es aquélla la que se cierne sobre ésta y no al revés.
El sentido pictórico en ella permanece inmutable, es su señal de identidad, lo que conforma el designio antes de ser ente plástico, lo que es contexto antes de ser texto, después viene el desarrollo y entonces aparece la diversidad plástica.
Y es ahora cuando las ideas se entrecruzan, vivencia y experiencia se aunan, ensayo y propósito son uno mismo, pero es un proceso lento, que acude a un lado y a otro, que hay siempre una insatisfacción y un ansia por alcanzar esa meta en la que la magia de lo que se plasma tiene no sólo vida, no sólo una realidad plena, sino que ha llegado ya a esa visión que cubre el espacio en una dimensión que se trasciende así misma. Todavía no lo ha alcanzado aunque todo apunta a que puede conseguirlo. Y de ser así se producirá cuando definitivamente se desprenda de esa connotación decorativa que aún pervive y colorea el alma de su trabajo, que es como una saliva espesa que nunca acaba de borrarse.
Mi amigo Humberto y yo estábamos acuclillados en el dique hablando del estoicismo cuando un emisario del malecón vino a avisarnos de que nos amenazaba un peligro. Está bien, le dijimos, pero ahora es el momento de nuestro baño y nuestros largos tragos de ron, no vamos a cambiar de costumbres. Volvió de nuevo y nos dijo que estábamos condenados. ¿A qué?, preguntamos, ¿Al destierro o a la muerte? Al destierro, respondió. ¿Y los bienes? No se confiscan. ¡Ah, bueno!, entonces vamos a comer al cementerio una buena langosta y beber una copiosa cerveza.