25 de septiembre de 2008

MANUEL ALCORLO




Manuel Alcorlo, artista madrileño, reivindica una realidad que no requiere una indagación plástica, se basta a sí misma para que la representación, no exenta de maneras barrocas, y hasta goyescas, tome una expresión directa y contundente, abarcando sátira y cuerpos oscuros y grotescos, sarcasmo y cromatismos que le son afines, método para ajustar las fuerzas que trascienden la imagen y versatilidad para tratarlas en una magnitud que rompe itinerarios ya hechos.


Pinta conforme se ve a sí mismo, burlón y sarcástico, dentro de ese escenario o como uno de sus personajes, y ha adquirido el aliento y el ansia de los que visionan el tránsito del pasado hacia el presente. Ya no tiene dudas y sí múltiples ecos sobre los que construir una imaginación en acto de crear presagios a los que la plasticidad le rinde culto. Él ha sabido atraer sobre sí estas señales para hacerlas factibles, para permitir que su soberbia y miseria, ambas ramas de un mismo árbol, desplieguen el encanto de su ejecución pictórica. Y una vez concluida esa empresa ya no sabemos si ha quedado dentro o ha salido fuera.


A mi amigo Humberto y a mí nos aconsejaron los augures que si queríamos volver a pasear por el malecón sin ser amenazados por los viejos arcanos, deberíamos someternos a las mismas prácticas a las que se entregaba Nerón para huir de sus remordimientos. A la hora del sueño profundo, cuando cesasen los ladridos de los perros, habríamos de ir descalzos por la escollera haciendo castañetas con los dedos para ahuyentar a las sombras; lavaríamos tres veces las manos en una fuente y después arrojaríamos una por una detrás de nosotros habas negras que tendríamos que llevar en la boca. Luego sumergiríamos por última vez las manos en el agua, golpearíamos un tímpano de bronce y conjuraríamos al fantasma para que abandonase el malecón.


Tuvimos que hacerlo a pesar de que lo considerábamos excesivamente extravagante y ridículo y que según lo llevábamos a cabo éramos objeto de la mofa y el escarnio de una orden de sacerdotisas mulatas consagradas al asilo de lunáticos y perturbados. Tuvimos que salir por piernas y pies para evitar que nos apresasen y nos recluyesen en un antro de santidad libre de pecado. Seguro que Dios no lo hubiese querido así.




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