Esta escultura del artista chino-canadiense Terence Koh debería formar parte de una nómina de obras del antiarte. No se explica que no haya una catalogación de estos trabajos para que no haya confusión entre lo que se considera arte -aunque su definición sea por aproximación- y lo que no puede más que enjuiciarse como engendros antiartísticos.
¿Cuál es la necesidad de que un autor nos haga este tipo de propuestas? Pues para eso hay sólo una respuesta específica: la persecución obsesiva del asombro, de la provocación, de la sorpresa, de la novedad como permanente ruptura de todos los códigos y valores establecidos, sean cuales sean,y dejando aparte y en lugar secundario las calidades plásticas del objeto, que normalmente suelen brillar por su ausencia. No puede haber límites de ningún tipo a la libertad de expresión del artista.Y en cambio sí se levantan cuando se trata de execrarlos.
En definitiva, es el subjetivismo extremo que ante la falta de contenidos estéticos válidos con los que construir su obra, deriva hacia campos extra-artísticos en lo que todo vale, se celebra como original y se remunera con las cuentas del Gran Capitán.
Este vaciamiento y nihilismo de estas proposiciones en el terreno del arte ya no tienen cabida ni le pertenecen a esta época, además de que son efímeras y perecederas, tanto que los engañados propietarios de las mismas las tirarán a la basura pasados unos años. ¿Haríamos lo mismo con un Gauguin?
Mi amigo Humberto y yo, tomando como antecedente y pretexto la obra "The Class" de la actriz tailandesa Araya Rasdjarmrarnsook, fuimos al malecón y nos encontramos con diez muertos recién llegados, ante los que cada uno pronunció su monólogo. Fue la única forma de que alguien nos escuchara pues los vivos nunca nos hacen caso. Amén.
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