Ritmos de guaguancó, conga y rumba atronan el malecón en la noche. Festivos, sandungueros, jocosos y jodedores, los olochas danzán el nengón, el kiribá, el changuí y el sucu sucu.
Los tambores yuka, los tambores de palo, los tambores de Kinfuiti, los tambores biankomeco, los tambores arará, los tambores de Olokun, la tumba francesa, los tambores de radá, los tambores nagó, los tambores de bembé, los tambores batá, los tambores iyesá, los tambores dundún, los tambores gangá, anuncian la presencia de los orichas.
El trance se presiente ya, hasta que por fin el caballo de santo se acerca a mi amigo Humberto y a mí para escuchar nuestras quejas.
Después nos lleva al Igbodó y allí nos deja con las Iyalochas, jóvenes, valquiria una y morenas las demás, bautizadas por la luna, que amamantan nuestros pesares, nos dibujan sensuales fantasías y nos encomiendan a Oyá, la dueña del cementerio, que ya nos ha colocado el número ocho.
Amanecimos fríos. Comimos harina caliente y tocamos el quinto mientras esperamos, entre trago y trago, la hora del carnaval orgiástico de la muerte.
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