8 de marzo de 2008

INGRES


Louis-François Bertin, propietario y fundador del Journal des Débats, encargó a Ingres su retrato. Éste, profundamente impresionado por el personaje, se encontró con grandes dificultades y después de varias semanas de sesiones y ensayos, no tenía nada que mostrar. Un día fue tal su desconsuelo que rompió a llorar, lo que hizo que Bertin le consolase con estas palabras:



"No se preocupe por mí; sobre todo no se atormente. ¿Quiere empezar de nuevo mi retrato? Pues muy bien, cuando quiera. Nunca conseguirá cansarme, y si desea algo de mí, aquí me tiene a sus órdenes".



Ante el repentino gesto relajado de esta celebridad, mientras se hallaba charlando en el jardín tomando el café de sobremesa, Ingres, ya repuesto y con el semblante iluminado, se acercó hasta él y le dijo al oído:



"Venga a posar mañana: su retrato está hecho".



Hoy este lienzo es considerado una obra maestra.



Ya en un malecón jubilosamente lleno de musas atezadas tocando ocarinas, y entre trago y trago de ron, se me ocurrió hacerle un comentario a mi amigo Humberto sobre si él podría atreverse con un retrato mío. Su respuesta todavía la estoy tratando de descifrar:



"Yo no lloraría pero no dejaría de gritar a la vista de la pose de un amuleto obsoleto y envejecido que con el transcurrir del tiempo se encariña a una mágica devoción del yo.


Y no es así, pues ese individuo que tú eres se protege en una materia de hojalata inconsistente e inestable -¿cómo podría pintarla?- pero de oxidación irreversible e inutilidad sobreviviente a la merced de un ritmo que ya se apaga. No puedo retratar polvo en el viento".


Se fue la mañana y nos dejamos llevar por un viento que cruzaba la isla y nos despojó del aliento. Caminamos en soledad y sin poder vernos a través de las sombras que inundaban las ruinas.

7 de marzo de 2008

MITO DE HIELO


"Mito de hielo", este reciente y fascinante lienzo de mi amigo Humberto que me ha permitido darle este título, ofrece un testimonio inigualable de como en la mente de un artista se vislumbra primero y cuaja después un pensamiento imprevisible ligado a la historia y la simbología de una tierra, pero mediatizado por la angustia aciaga de que ésa es la suya, la que bendice y maldice al mismo tiempo.



Es sin lugar a dudas la prueba de un advenimiento a la imaginación de una necesidad telúrica que se gesta conforme a los sedimentos culturales, sociales y étnicos de una isla que siempre parece estar reivindicando un pasado que no tuvo y un futuro que ya ha pasado.



Humberto ha sido ese agente inconsciente de este resurgimiento del mito a través de un presente que está congelado, que es de un acero que ni siquiera flota en unas aguas manchadas por un sol ya cansado de alentar inútilmente el nacimiento de nuevas crónicas a las que concurrir con otras ansias.



Y él siente el frío inmisericorde del puñal, el hielo implacable del hierro y la criatura alada que con ellos amenaza la vida de unos habitantes que a falta de confines quieren seguir dormidos. Y si despiertan es para oír una música que atrone ámbitos carentes de furias invictas. Así lo ha pintado y así será para él si se para a pensarlo pese al miedo a verse atrapado o aprisionado dentro de la figura en la que ha colocado parte de sí mismo, sobre todo cuando ésta empieza a experimentarse como un impulso que escapa a su control.



Hoy estoy solo en el malecón, en un anochecer que enfría el alma y no me deja ver ese color "prieto", fiel exaltación de una orografía que desea, fornica y ama a pesar del férreo hielo. Y tampoco, en este desconsuelo, me acompaña el ron. En el retorno sin él he extraviado otra edad.

5 de marzo de 2008

ANTONIA EIRIZ


Una ficticia Antonia Eiriz, la gran pintora cubana, nos decía a mi amigo Humberto y a mí, cuando nos veía juntos al arrimo del malecón, que a ella sólo le preocupaba dejar impresa una seña ontólogica en sus cuadros.



Y nosotros pensábamos que esa seña era el pasado de una isla y sus habitantes que vuelven la cara hacia el futuro y en él siguen descubriendo el mismo dolor que les hizo. Eiriz recoge ese significado pictórico y lo conmina a aparecer y manifestarse como un martirio sin cruces ni sudarios, únicamente como un son pagano con el que baila una carne frágil y vulnerable y también atormentada.



Visitamos de nuevo el Museo Nacional de Bellas Artes y, ante sus lienzos, extendimos nuestros brazos lo suficiente para palpar aquellos seres torturados de por vida, y que ella quiso que siguiesen así por toda la eternidad. Seguro que lo ha conseguido.



Caminamos de regreso por un malecón que vimos con otros ojos y saboreamos con otras bocas. El mar esparcía restos que no nos dejaba pisar aunque Humberto, atrapado por un sol sucio sin ansia de nada, trataba de percibir la matriz de su contingencia para poderlos pintar. Todo fue inútil. Y además ya habíamos abandonado atrás el ron que nunca dejaba de hablarnos de lo que presentía, lo que vivía y lo que sufría. Ya no lo queríamos ni para eso.

4 de marzo de 2008

GUILLERMO SIMON


Hoy, a la madrugada, mi amigo Humberto y yo anduvimos lo desandado ayer y nos acodamos en el malecón, eterno confidente de murmullos, hambres y amores confinados.



Y hablando del pintor asturiano, Guillermo Simón, entre último trago de ron y eterno comienzo del penúltimo, nos preguntamos cómo pintaría él este mar que siempre transforma el tiempo de esta isla en una narración permanente.



Guillermo, pintor de mares ocultos, de simas en constante renacer, conoce muy bien los piélagos del norte ibérico, pues se ha emparejado con ellos y ha atisbado sus misterios más secretos.



Pero el Caribe guarda tanta vida como muerte, tanta hospitalidad como traición, tanto azul como rojo. Hay que adentrarse demasiado en él para absorber su sufrimiento pero también su canto y su baile, porque es un mar que baila, sufre y se desangra. Su fondo rebosa osamentas y carnes llenas de sirenas morenas hartas de devorar después de tanto acariciar.



Y nos lo preguntamos hasta que las náyades mestizas aliviaron nuestro rumbo de vuelta, que se hizo demasiado largo a través de una sombra de cañas sin ron.

3 de marzo de 2008

MIRADAS


Ante este cuadro, "Trampa de luz", de la pintora mejicana Verónica Elías Arriaga, me asaltó la idea de que hay dos miradas, como mínimo, que se desatan en nuestros ojos en presencia de una obra de arte.



La mirada exterior es la que viaja y nos conduce por los recovecos de la forma, por sus detalles, analogías, por el proyecto que se perfila en la textura, en el entramado del color, en la imagen que hacía visible la estructura compositiva y su organización. Es decir, en todo aquello que marcaba la comunicación que quería establecer.



Sin embargo, existe una mirada interior que simultáneamente se desprende de nuestra retina, penetra en el recinto físico del lienzo y se coloca en el punto central -en este caso- en que se divide la tela. Desde ahí esa mirada se convierte en ficción, desencadena pensamientos, evocaciones, percepciones que configuran una historia y hasta un destino. Una ensoñación que se narra a sí misma y a nosotros con ella.



Son múltiples los signos y distintas las tesituras que convergen en la magia de una representación y es de esperar que seamos capaces de verlos todos.



Al final, a mi amigo Humberto y a mí las dos miradas nos hacen despertar, y él me dice, rodeados por las niñas rumberas que desaliñan la madrugada en el malecón, que se acabaron las súplicas de sus bailes para perdernos en más historias. Y sin ron volvimos una mañana más a desandar un camino que ni siquiera el alba habitaba.

29 de febrero de 2008

AUGURIOS


Mi amigo Humberto está preocupado y meditabundo, no ve como afrontar un futuro a partir de una edad que menoscaba, limita y cierra horizontes.


Yo le he dicho que Bellini, Ticiano, Hals, Guardi, Corot, Ingres, Monet, Renoir, Cézanne y Bonnard alcanzaron la cima a partir de los 60 años. No perdieron ni el instinto ni la sabiduría necesarios para captar un presente renovado y augurar un futuro entrevisto. Es una obra abierta, en constante evolución y transformación, que se alimenta con la fisonomía interior y exterior del entorno, con la ficción de lo que se ve en su perenne metamorfosis.


Bonnard escribe a los 66 años:

"Creo que cuando se es joven, el objeto, el mundo exterior es lo que entusiasma; uno se deja llevar. Más tarde es interior, la necesidad de expresar su emoción impulsa al pintor a elegir tal o cual punto de partida, tal o cual forma".


Goya tenía 66 años cuando, en 1.810, comenzó a grabar las 85 planchas de "Los desastres de la guerra". A los 70 años pintó "La carga de los mamelucos" y "Los fusilamientos". Baudelaire comenta que al final de su carrera, los ojos de Goya se habían debilitado tanto que, según dicen, había que afilarle los lápices. Y sin embargo, aún en esa época, hizo importantes litografías.


En definitiva, hay una obra siempre por hacer, por terminar, por darla por concluyente, cuando, por el contrario, al final, siempre está incompleta, no satisface, es el presentimiento del inicio de otra nueva que estaba latente. Es un proceso que sólo tiene fin con la desaparición o la total incapacidad del artista.


Mi amigo Humberto, a pesar de lo dicho, desconfía de sus fuerzas, del ánimo de su mano manca, de la cojera bailona que arrastra, del sol que quema en un malecón convexo de hipérboles morenas y labios rotundos.

La sed de ron nos dejó con augurios de habitantes que nunca salen de la penumbra.


25 de febrero de 2008

SUDARIO


Este lienzo, "Genio y Figura", de mi amigo Humberto Viñas, pintor cubano con el que comparto memorias de ron en un malecón que ya dejó de ser pasto del tiempo, me acompaña como un sudario hasta mi último trance.

Y cuando mis cenizas sean depositadas en el cofre de madera que después surcará un mar prieto y carnal, esta tela recuperará vida para dejar testimonio de una finitud agónica, una edad desposeída, un existir con remiendos y un rumbo desconcertado.

Un ser de ojos a punto de cerrarse, con un corazón en tránsito de caerse y una virilidad en parihuelas, conforma una imagen que no puede quedar registrada en ninguna cámara, sólo un pintor la puede captar, pues es la angustia de mirar hacia lo alto sin la esperanza de otro destino.

El colofón lo pone la ninfa oscura que, al haberlo encontrado, vierte el contenido del cofre en su vientre, echada en la orilla, y al tocarlo y acariciarlo ya no podrá dejar de soñar.