5 de octubre de 2008

ANTONIO ROJAS PEINADO / INCERTIDUMBRE


Antonio Rojas Peinado, artista gaditano, comienza, al iniciar su quehacer, por adoptar los axiomas de la geometría euclidiana referidos a las tres dimensiones en el espacio: longitud, anchura y profundidad. Y sobre ellas construye y traza líneas, superficies y figuras, siguiendo la deducción, que hace plásticamente suya, de que el universo es finito pero carece de límites.


Y conociendo o sin conocer a Heinserberg, aplica su principio de indeterminación o incertidumbre en su trabajo, o lo que es lo mismo, la imposibilidad de averiguar al mismo tiempo la posición y el desplazamiento, pues Rojas Peinado, en su obra, así nos lo propone, pero no como una degustación intelectiva sino como una singladura en cuya contemplación nuestra mirada simultáneamente se llena de un artificio que es misterio y luz, enigma y encuentro.


Hace tiempo que no sé de mi amigo Humberto, ignoro si estará atado a su esquina de la isla ya preparado para el siguiente ciclón, o pintando mulatas escuálidas en un malecón cargado de verdades sin decir. Cuando lo sepa, seguramente que será en una noche más negra que el día.

3 de octubre de 2008

MARLEEN / RESPUESTAS SOBRE LO HUMANO


Marleen es una pintora aún joven que define lo que tiene necesariamente que pintar dentro del meollo de un tiempo desnudo simbolizado en una humanidad que de tan escuálida -pura radiografía- ya no forma parte de la materia.


Para ello, ha construido un imaginario plástico de antropoides solitarios -esqueletos de aire contaminado- que se buscan en una inmensidad de escombros que son como restos de una eclosión desconocida pero no extraña.


Tenemos en nuestra mirada lo que podrían ser signos de nuestra violencia y errores, así como huellas calcinadas, atmósferas inhabitables, rastros que hemos dejado en una tierra que no parece ser ya la nuestra.


La superficie escenifica un escenario apocalíptico en que esa textura de palidez cromática nos lleva a contemplarnos desvalidos, impotentes ante tanta devastación.


Me intriga esta percepción en esta artista por la precisión y efectividad de una estética que lo condena todo menos a sí misma, como si fuese la única que pudiese salvarse de la hecatombe.


Mi amigo Humberto se ha perdido por los arrecifes del malecón, va en busca de un rescate no previsto, de un refugio imposible, de un amparo que ya es desamparo, de una libertad sin garantía. Lo avistaré cuando regrese y beberemos un ron sin vida.

2 de octubre de 2008

VIVIR


Mi amigo Humberto se está tomando un respiro y con él se ha permitido una licencia inesperada incluso para él mismo, seguir por medio de estas dos obras un ciclo que era ya repetición y dudas. Sin embargo, las mismas son la expresión más exacta de su necesidad de vivir, de su ansia por seguir siendo el que es, de no fenecer en una isla asediada por la desolación.



  • Él ha encontrado una vía para mantener un diálogo consigo mismo en una situación en que sólo hay apremio, escasez, urgencia, necesidad, desolación, tristeza. En unas circunstancias en que la visión de estos personajes femeninos no nos las dejan ver, pero quizás sí adivinar pues la melancolía de la luz no se aparta de ellos. Él los pintó para que no lo conjeturáramos, para que quedase camuflado, para que el sonido del color y el manierismo de la forma nos atrajese o repeliese dentro de ese marco decorativo.



  • No trata de invocar a Millet para el que lo vulgar debe expresar lo sublime, ni a Courbet, que prohibía representar lo bello, lo elegante, lo sotisficado, lo armonioso, aunque formasen parte del existir real.



  • Él se invoca a sí mismo y a su grito de vida en una ciudad agrietada, sumisa, resignada, a través de esas figuras creadas para que le hablen y le digan que el infierno está siempre presente en lo otro y en los otros, en nosotros y en la tierra baldía, destruida, en un mar ávido y voraz y en un tiempo que deja ausencias para comer.



  • Mi amigo Humberto no sabe que hacer y abatido pinta imágenes que no quiere ver.





1 de octubre de 2008

PACO DE LA TORRE / PAISAJES DE SAL


Desde el Romanticismo el paisaje ha luchado y conseguido ser sujeto y materia a partir de una óptica realista -era positivista de finales del XIX- o sobre la base de una concepción metafísica, sin olvidar otros estadios intermedios o simultáneos.


El artista almeriense Paco de la Torre, con un sosiego plástico a flor de piel, propone un paisaje el que la luz y la transparencia cromática desvela una ensoñación. Y ésta, bajo la geometría de la forma, descubre un paseo de la mirada y de la vida contenida en ella por unos espacios que iluminan la fibra de una soledad exterior.


Pero la puerta y las ventanas negras rompen esa sintonía, está ahí para advertirnos que en esa magia de luz se asoman demonios negros, oscuras remembranzas, silencios opacos. Mejor, nos dice en ese lenguaje de contornos diluidos, la claridad que el misterio sombrío, incierto, lóbrego e impenetrable.


Mi amigo Humberto y yo no dejamos de caminar por este malecón ruinoso y enfermo. La noche espanta los siseos y renueva oraciones, convida a los muertos con viandas extraídas a los vivos y celebra ceremonias en las que ya no hay confusión, sólo la sangre que va derramando el hambre.

SUPERVIVENCIA


Para Carlos Alcolea, ya desaparecido, y que formó parte de la Nueva Figuración Madrileña de los 80, la pintura era la asunción de un eterno infantil sin límites y una acusación a lo que no se intenta cuando algo es posible.


Una figuración en que la introspección visual se licua en formas reconocibles bajo otros significados, y en significantes cromáticos que ensayan envolturas que nos llevan hasta existencias perplejas en su propio suceso, en su confuso avatar.


En este homenaje a lo que se resiste a desaparecer, Alcolea media para arbitrar funambulescas fidelidades a lo que aspira a vivir dentro del espacio que les proporciona, cargado de una plasticidad que como ente en acción nunca deja de interrogarse.


Retratos de entelequias, de lugares insondables, de tiempos en los que lo inverosímil es más cierto que lo verosímil, de superficies de siluetas chinescas, todo eso nos depara una obra densa en que su contemplación es el reencuentro con lo que tenemos tan cercano y nunca vemos.


La lenta caricia de las olas sobre el malecón no acalla un amanecer de agonías fieras, de fuerzas ciegas y coléricas de tanta infelicidad. Mi amigo Humberto y yo nos abstenemos de bajar a ese infierno pues después no podríamos pintar nuestras sombras, que día a día se hacen más huesudas, hastiadas y livianas.


29 de septiembre de 2008

PÁTINA DE AMANECER


Ante la obra de Marsuka Dopazo, joven artista canaria, se corre el riesgo de incurrir en tópicos y aproximaciones ya manidas que no clarifican y no sirven para diferenciar. Ni tampoco le hace falta. Sus proyectos, ya busquen la síntesis abstracta de una emoción o el dibujo de una representación que transmuta una vivencia, guardan un vínculo directo con la materia que procura la forma y después con ésta última pues es aquélla la que se cierne sobre ésta y no al revés.


El sentido pictórico en ella permanece inmutable, es su señal de identidad, lo que conforma el designio antes de ser ente plástico, lo que es contexto antes de ser texto, después viene el desarrollo y entonces aparece la diversidad plástica.


Y es ahora cuando las ideas se entrecruzan, vivencia y experiencia se aunan, ensayo y propósito son uno mismo, pero es un proceso lento, que acude a un lado y a otro, que hay siempre una insatisfacción y un ansia por alcanzar esa meta en la que la magia de lo que se plasma tiene no sólo vida, no sólo una realidad plena, sino que ha llegado ya a esa visión que cubre el espacio en una dimensión que se trasciende así misma. Todavía no lo ha alcanzado aunque todo apunta a que puede conseguirlo. Y de ser así se producirá cuando definitivamente se desprenda de esa connotación decorativa que aún pervive y colorea el alma de su trabajo, que es como una saliva espesa que nunca acaba de borrarse.


Mi amigo Humberto y yo estábamos acuclillados en el dique hablando del estoicismo cuando un emisario del malecón vino a avisarnos de que nos amenazaba un peligro. Está bien, le dijimos, pero ahora es el momento de nuestro baño y nuestros largos tragos de ron, no vamos a cambiar de costumbres. Volvió de nuevo y nos dijo que estábamos condenados. ¿A qué?, preguntamos, ¿Al destierro o a la muerte? Al destierro, respondió. ¿Y los bienes? No se confiscan. ¡Ah, bueno!, entonces vamos a comer al cementerio una buena langosta y beber una copiosa cerveza.

25 de septiembre de 2008

MANUEL ALCORLO




Manuel Alcorlo, artista madrileño, reivindica una realidad que no requiere una indagación plástica, se basta a sí misma para que la representación, no exenta de maneras barrocas, y hasta goyescas, tome una expresión directa y contundente, abarcando sátira y cuerpos oscuros y grotescos, sarcasmo y cromatismos que le son afines, método para ajustar las fuerzas que trascienden la imagen y versatilidad para tratarlas en una magnitud que rompe itinerarios ya hechos.


Pinta conforme se ve a sí mismo, burlón y sarcástico, dentro de ese escenario o como uno de sus personajes, y ha adquirido el aliento y el ansia de los que visionan el tránsito del pasado hacia el presente. Ya no tiene dudas y sí múltiples ecos sobre los que construir una imaginación en acto de crear presagios a los que la plasticidad le rinde culto. Él ha sabido atraer sobre sí estas señales para hacerlas factibles, para permitir que su soberbia y miseria, ambas ramas de un mismo árbol, desplieguen el encanto de su ejecución pictórica. Y una vez concluida esa empresa ya no sabemos si ha quedado dentro o ha salido fuera.


A mi amigo Humberto y a mí nos aconsejaron los augures que si queríamos volver a pasear por el malecón sin ser amenazados por los viejos arcanos, deberíamos someternos a las mismas prácticas a las que se entregaba Nerón para huir de sus remordimientos. A la hora del sueño profundo, cuando cesasen los ladridos de los perros, habríamos de ir descalzos por la escollera haciendo castañetas con los dedos para ahuyentar a las sombras; lavaríamos tres veces las manos en una fuente y después arrojaríamos una por una detrás de nosotros habas negras que tendríamos que llevar en la boca. Luego sumergiríamos por última vez las manos en el agua, golpearíamos un tímpano de bronce y conjuraríamos al fantasma para que abandonase el malecón.


Tuvimos que hacerlo a pesar de que lo considerábamos excesivamente extravagante y ridículo y que según lo llevábamos a cabo éramos objeto de la mofa y el escarnio de una orden de sacerdotisas mulatas consagradas al asilo de lunáticos y perturbados. Tuvimos que salir por piernas y pies para evitar que nos apresasen y nos recluyesen en un antro de santidad libre de pecado. Seguro que Dios no lo hubiese querido así.