Hay estatuas que trazan un destino perseguido por su sombra. El Balzac de Rodin es una de ellas pues encarna una vida que contuvo la pasión más férrea por desterrar una realidad que a través de su crueldad, mediocridad, intolerancia e hipocresía, sólo sabía devorarse a sí misma.
Balzac es el gigante de piedra que conoce sus cadenas y sus servidumbres, que son tantas que hasta a él mismo le contagian una fealdad sin misericordia. La piedad simulada ya no encubre el cuerpo de la insidia, del derrumbamiento moral, ni siquiera unos escombros para resguardar un fuego libertario.
Después de tantos días de ausencia me veo perdido en este malecón que nunca cambia a pesar de que nunca es el mismo.
Me dejo llevar por presentimientos que recorren un vacío de almas negras y blancas, de rocas oscuras donde se posan lagartos dormidos e híbridos de libertadores y burundangas.
Sin Humberto, un cubano apócrifo en la Galia, la sustancia pictórica se ha quedado cavilando por donde continuar la aventura, si bien hay un camino empedrado que le señala una huella que bordea la frontera que se levanta en este dique.
Ojalá sea así porque la penumbra en la que vivimos, cuando no ofrece más que silencio, es que quiere anunciarnos más podredumbre, y ya hay tantas que hasta somos incapaces de salir ciegos de ellas.