Con motivo de esta evocación, reparé en el injusto olvido en que había caído, tanto él como Aurelio Suárez, el otro gran surrealista asturiano.
Ponç fue un artista de refinada elegancia, que en lugar de tratar de asombrarnos con esas ciclópeas y fantasmales iconografías, nos seducía con fantasmágoricas semblanzas e imágenes de signos y seres que se nos parecían pero que no lo eran, de animales que también querían serlo pero tampoco lo eran, de esos retratos y rostros en los que teníamos que reconocernos y que muy al final lo hacíamos pero partiendo de otro horizonte visual.
Elaboraba un lenguaje muy personal lleno de poesía, de hallazgos e invenciones en que la fantasía del subconsciente alcanzaba todo su esplendor y nos comunicaba toda su carga de melancolía y de soledad transmutada en una senda fabulosa.
El color, siempre en tonos espectrales que diesen mayor exaltación a lo emotivo y maravilloso, se fusiona a la perfección con las formas para cerrar un espacio lleno, sin fisuras, sin vacíos, y en el que desde cualquier ángulo se sitúan los puntos de interés de captación de la mirada.
Ponç ya ha desaparecido pero sigue y seguirá deslumbrándonos, nunca mejor dicho.