Hoy, en mi momento de mi comida en soledad en donde el asado es el mejor bodegón comestible, reflexionaba sobre la concisión del tiempo cuando la resta es mayor que la suma. Bien es verdad que eso no menguaba mi deleite gastronómico, al contrario lo acentuaba, pues soy consciente de un tiempo que ya es una presencia que se siente de forma determinante. Por lo tanto, hemos de aprovecharlo. No hay trascendencia en ello, es un simple hecho empírico que nos deja desarmados. La ontología siempre pierde ante una realidad que se impone por sí misma. Platón no quería verla y los que vinieron después, por desesperación, tampoco. Allá ellos.
Por eso siento esa pérdida en lo que me insatisface y me enerva, en lo que me deja inerme ante mi curiosidad, ante la experiencia que puedo ir atesorando con mi incursión en los terrenos artísticos.
Mi amigo Humberto, pintor habanero del malecón, que me permite utilizarlo como interlocutor de los viajes hacia la conciencia de lo que es el quehacer artístico, siempre es un eterno -ya quisiera él- buceador de lo que es o puede ser un universo estético en el que se fusionen pasado, presente y futuro. La utopía de lo imposible que alguna vez será posible. Está bien hablar de ello mientras el ron nos acompañe y una mulata de cuerpo vartiginoso se pasee delante de nuestras inodoras narices.
Y Luis, mi amigo dueño del Pote de Cobeña, refugio de hambrientos soñolientos y conversadores de barra cenicientos, y al que después me arrimé, me explica que el arte contempóraneo no lo ve, no lo percibe, queda lejos de su iconografría óptica y de su realidad vital. Siempre quedará Velázquez, vive Dios.
Y al final, por lo que respecta a lo que es el quehacer artístico predominante ahora, siempre nos perseguirá esa fatalidad maldita del elitismo, de la minoría, de la selección. Y no sabemos como romper ese nudo gordiano. Y es difícil que eso cambie. Pero hay que seguir intentándolo.
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