Un breve paseo por obras y artistas que infunden otra forma de mirar. Es una aproximación cuyo deseo es provocar otras emociones más íntimas y cercanas si cabe.
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5 de noviembre de 2011
JAIME HERRERO (1937) / ES TODA LA VERDAD
Todavía recuerdo, de joven en Oviedo, la inconmensurable impresión que me dejó la obra del asturiano JAIME HERRERO. Fue un auténtico impacto y me quedó como aquello a lo que se refería Malraux cuando sostenía que toda obra de arte, en suma, tiende a convertirse en mito.
Y si es cierto que cualquier creación está hecha a partir del gozo, incluso en el caso de que la melancolía, la duda y la angustia precedan al sentimiento de entusiasmo por haberlo conseguido (Denis Huisman), lo obvio y patente es que el artista, en la realización de su trabajo, no llegaría al final mientras que las pugnas y combates consigo mismo, con sus verdades y mentiras, con sus experiencias y vivencias, no consiguiesen el encuentro deseado, el que impulsa el trazo, la mancha, la deconstrucción a construir, la rabia, el brochazo en ese último momento de determinación.
En esas mil cobras que bailan, los fetos de formas antropomorfas se tiñen con la pasión vital y su contexto, expresan y acentúan un espíritu de fuego. Después, ya en otra fase posterior, son sueños negros que se vuelven semejante a su sombra.
HERRERO es un urdidor de dramas y hasta de farsas con unos atributos pictóricos excepcionales, que denotan un sentido personal e intransferible de la plástica de su tiempo, un entoldado lúgubre de existencias aferradas a la pesadumbre de espacios grises.
Además de que será siempre una muestra de una voluntad clarificadora de intenciones y fines, de imaginarios abiertos a la visita y al acercamiento, de sentimientos y emociones ligados íntimamente a la ordenación de un mundo pictórico a compartir, a pulsar y a seguir en sus ineludibles y necesarias manifestaciones.
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