Para que el malecón no siga cebándose en mi desgracia, he acudido a Kariempemba y él me ha dicho lo que tenía que hacer.
Fui al cementerio desnudo con una vela encendida en la mano izquierda y un vaso de ron en la derecha, llamé a Lukankasi y con él compartí mi súplica. Después maté a un gato negro y bebí su sangre, luego lo descuarticé, y enterré, a excepción de la cabeza, una parte en una loma, otra en el cementerio y la tercera en el tronco de una ceiba.
La cabeza la llevé por la noche al cementerio y la coloqué en una jícara, en la cual puse pitahaya, maní, ajonjolí, miel, algo de vicaria, vino seco y aguardiente.
Al cabo de los siete días en que estuvo oculta en el camposanto, la saqué y me froté los ojos en la pócima y le pedí a Lukankasi una vista perfecta y mucho poder.
Con ello quedó sellado el pacto y acabarán mis días de fugitivo ciego ante un mar agobiante y perjuro que hacina olas sangrientas a la vera de este malecón habanero. Yo así lo espero, quieto entre una lluvia de penumbra que azota este espigón, el cual ya se ha visto impotente y derrotado ante una invasión de colas de gallo en forma de serpiente.