Siempre me pareció fascinante esta pintura del artista italiano Bronzino, "Venus y el amor", de la que brota una sensualidad acabada de despertar, simbolizada en una desnudez que contiene toda una declaración de intenciones y de deseos.
Tiempos del Renacimiento en que el hombre volvía paulatinamente a ser dueño y señor de sí mismo y sobre todo de aquellos placeres de la belleza y del cuerpo que él disfrutaba casi como un credo.
Y el artista era ese mediador que con su destreza y genio hacía realidad visible tales súplicas, recompensando así a todos los amantes del arte de sus trabajos dedicados a una devoción religiosa que quería monopolizar todo asomo de creatividad.
Y lo conseguían a través de la recreación clásica de mitologías y alegorías, que entonces, en la época de su nacimiento, formaban parte de una humanidad todavía no rota por un monoteísmo devastador de voluntades.
Hoy, casi no he podido reconocer a Manga Saya en el malecón, la vieja negra cimarrona del central Orozco. Está muerta aunque la presiento viva a mi lado. Era muy hermosa. Siendo joven, se escapó y se escondió en un palenque de la Sierra del Cuzco, en donde, junto a otro mayombero, Juan Gangá, se dedicó a curar a los que habían perdido la razón, valiéndose de las propiedades de la ceiba y de los efectos de la luna y el sol.
A mí me susurró que no me hacía falta más que la sombra de un ciprés y la leche de una ondina mulata que ya no fuese virgen, pero que guardase aún el furor de la pasión en el cofre del delirio. Y seguí renqueante mi camino, llegaba tarde a mi cita con los habitantes de la penumbra.
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