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7 de mayo de 2009

EL PERRO DE GOYA


¿Por qué en esa pequeña cabeza de perro nos llegamos a imaginar a nosotros mismos? ¿Vemos a un humano en él?


¿Por qué con sólo un perfil vemos toda la cara, su expresión de sumisión, mansedumbre y resignación?


¿Está en él, en el destino de ese cachorro, Francisco de Goya aguardando fatídicamente la muerte?


¿Qué es lo que él ve que a nosotros se nos impide ver? ¿Acaso cuenta con ello para probar nuestra mirada?


¿Cuál es el enigma de una pintura cuya monocromía es la fuente de la emoción que asalta al espectador?


¿Esa intemporalidad, ilocalización y descontextualización son un deliberado propósito para que la visión esté totalmente abierta y persiga la perennidad?


¿Es el gesto despectivo de un artista agotado y amargado que con lo exiguo quiere llegar al límite?


¿Y por qué un perro, un mísero can pordiosero?


¿Es que en esa escueta escena, si se me permite calificarla así, se halla inmerso todo el turbulento mundo interior de Goya, sus premoniciones, sus miedos, sus frustraciones y desdichas?


¿Es un secreto que quedará en lo más profundo de esta maravillosa obra de arte?


Humberto y yo nos sentamos en nuestra esquina del malecón. Una brisa dorada abrillantaba las aguas mansas que acariciaban nuestros pies. Un perro se acercó a nuestro lugar. Le dimos la bienvenida y le hicimos un sitio. Nos dijo que era el perro pintado por Goya que después había sido desterrado. Estuvo hablando toda la noche. Al amanecer aulló y nos dejó. Hasta siempre, amigo.



6 de mayo de 2009

JOSÉ ÁLVAREZ VÉLEZ

Regreso de nuevo a José Álvarez Vélez, el intuitivo artista alavés, desde la libre percepción que me permite una adecuación de lo mitológico personal (Gaya Nuño) en el momento de confrontar una obra que se abre y se cierra en sí misma, consiguiendo que lo aprehendido lo abarque ansiosamente todo (una abstracción, como dice Ramón Gaya, es hija del anhelo de bucear en el fondo de toda pintura).

Lo contingente de su trabajo hace posible la simultaneidad de lo tangible y de lo intangible, siendo esto último el soplo que invisible impulsa la energía necesaria, tanto en oleadas centrífugas como centrípetas.

Y tras unas fases previas de ejercicio del oficio -y aquí hay mucho- y de la capacidad para penetrar, todas ellas, con desparpajo y sintonía, desembocan en un tropel de clamores cromáticos que dinamizan oreando, estructurando e infundiendo ser a aquello que se enfrenta a nuestra mirada desde un orden plástico que ampara el encanto que se manifiesta a través de esa sinfonía coral.

Gaya expone la suposición de que en la pintura abstracta el color aspira a tanto goce vital como el que nos proporcionaron los venecianos y los impresionistas.

Álvarez Vélez es uno de los grandes abstractos de este país y ya forma parte de mi particular y personal selección, y en virtud de mi propia y exclusiva cuenta.

Repican a muerto en el malecón. Los cantos fúnebres nos envuelven en su patético adiós. Humberto y yo, en nuestra esquina, nos limitamos a beber ron con rencor y malos augurios.



5 de mayo de 2009

MANUEL RIVERA

Las telarañas de metal del artista granadino Manuel Rivera, ya desaparecido, excitan nuestra visión por la alegoría cósmica que entraña su estructura, su formulación tejida para abarcar y contener.

La fuerza que tensa y entreteje se amolda a una trama que no engaña si lo que urde es la manifestación plástica de una ficción que se mantiene encerrada en la propia red que ha ido trenzando.

Y también puede ser que una metamorfosis rompa la virtud de lo compacto, ahíto y agotado, para dar a luz las filtraciones, las urdimbres por las que se escapan los oscuros signos de la vida.

La virtud, entonces, ha perdido la inocencia en favor de unas transgresiones que construyen mallas donde depositar designios, vaticinios y profecías que ya no quedan en el olvido. Nuestra mirada estará con ellos para siempre.

Para hacernos perdonar nuestros pecados, Humberto y yo le prometimos al malecón que le pintaríamos su retrato como una afrodita helénica de rasgos y constitución mestiza. Era lo que estaba esperando para el levantamiento de su altar. Pero en mala hora se nos ocurrió. No había forma de encajar las piezas, salían asimetrías donde no debía de haberlas y viceversa, el culo se estiraba hasta la cabeza, las cejas en las puntas de los pies y a la pelvis le crecían pezones. El resultado final no engañaba a nadie, parecía una súcubo disfrazada de meretriz virgen. Cuando se lo presentamos, la deidad quedó encantada y nos premió ampliando el espacio de nuestra esquina. Bien es verdad que la suerte esta vez estuvo de nuestro lado, pues al malecón, al ser bizco, le salió ensamblada la figura en su visión y hasta se enamoró de ella.



4 de mayo de 2009

JUAN MUÑOZ

El escultor español, tristemente desaparecido, Juan Muñoz, está en el Reina Sofía. Allí han dispuesto un repertorio que conforma un macrocosmos incontrovertible que es el retrato de nuestro yo en otro.

Es un yo desplegado en un cónclave de silencios, de miradas recíprocas, de diálogos secretos y enmudecidos. Un nosotros escenificado como una dramaturgia estática, quieta, que nos domina y nos prefiere callados, sobrecogidos, con el estupor atónito del que empieza a creer por primera vez.

Juan Muñoz, a través de esas criaturas, tal guerreros de terracota, recrea una liturgia para los que están obligados a ver, a tocar, a volver a nacer, a no pedir palabras sino susurros huecos que reverberan en un eco que se pregunta quienes somos. Si acaso ellos que nos contemplan fijamente porque ya saben la respuesta.

Es más que una mera exposición, es la vida de un murmullo que no deja de latir.

El malecón nos señala a Humberto y a mí un rincón, harto de divisarnos recorriendo su ser agorero. El sitio es tan pequeño que según entrábamos en él ya estábamos saliendo. No podíamos sentarnos ni agacharnos, varias gaviotas nos cagaron y algunos perros nos mearon. Dos espléndidas mulatas, entre risas, nos preguntaron si éramos bajitos de sal. No tuvimos más remedio que presentar una queja pero sólo nos sirvió para que nos castigasen a vivir en silencio y sin ron. Siempre somos los mismos perdedores y además sedientos.



2 de mayo de 2009

JORGE PERUGORRÍA

Jorge Perugorría (Pichi) es conocido por su condición de actor cubano, pero no es tan sabida su calidad de pintor. Quizás, en una elucubración muy particular, se cansa de ser otro u otros y desea ser yo de vez en cuando, para lo cual se desdobla en sus habilidades y las intransferibles las vierte en una obra que no acata cánones ni reglas, sólo imaginarios que se remontan a la génesis de la isla.

Renueva raíces que se creían olvidadas, orígenes oscuros que siguen estándolo, tiempos que nunca se solidificaron porque no tenían naturalezas muertas que dejar como testimonio. Él percibe que abandonar tales huellas sin una consagración plástica es huir de un pasado que siempre estará presente. Por eso, hace constancia de este presente para que tenga futuro.

Y así camina en la persecución y culminación de un proyecto que nos ofrece un constante y febril misterio en las formas, en los delirios de una líneas que no se detienen, en un cromatismo que es puro asombro de que haya llegado hasta allí. Y es uno tras otro el que parece que está exigiendo dar testimonio en esas series que nunca deberían interrumpirse. No se producen cuestiones conceptuales ni controversias pictóricas, no tendrían lugar en este contexto, pero sí se otorgan encuentros a la mirada para que ésta se vea en ella misma, que es lo fundamental.

Humberto y yo recorremos las catacumbas del malecón. Nos quedamos admirados de tantos muertos como almacena. Con ellos se podría pintar otro infierno ¿pero qué calaveras serían las más idóneas? Imposible saberlo pues no nos quiso hablar ninguna.




30 de abril de 2009

HENRI MICHAUX

No me había conocido ni me había visto ni me vería nunca. Pero Henri Michaux, poeta y pintor belga, declaró que yo estaba predestinado a ser pintado por él.

Reconocía que acudía a la pintura cuando era incapaz de expresar con palabras, versos o rimas, las obsesiones y desmesuras que le acometían. Yo era una de ellas porque habitaba en un malecón taciturno, vivía entre sombras y tinieblas y solamente la penumbra aliviaba mis amarguras.

Después de un periodo de vivencias nocturnas a las que sacrificó el espíritu del dolor, urdió mi retrato como el de un superviviente que renacía día a día del fondo del vertedero en el que se depositan los desechos de ese malecón infame.

Sobrevivía a base despojos, nunca me alumbraba la luz y recitaba salmos de amor y odio a la oscuridad. Y aunque me había rescatado del anonimato, no se lo agradecí pues la clandestinidad de la negrura era el único refugio para no perder la existencia.

Humberto y yo estábamos airados por no habernos permitido la entrada en la cloaca. Nos dijeron que se amparaban en el derecho de admisión para denegárnosla, lo que hasta entonces nunca había ocurrido. Ahora tendremos que caminar a la luz del sol y quedaremos ciegos, me increpó Humberto. Pero mía no era la culpa, había que buscarla en una religión intolerante que no transigía en que los sumideros fuesen un asilo para los habitantes del crepúsculo.





28 de abril de 2009

JOSÉ ÁLVAREZ VÉLEZ O LA SINFONÍA LUNAR

La fortuna y un oído en Babia me han deparado el conocimiento de un gran artista vasco y de una obra que no debería pasar tan desapercibida en los momentos actuales ni nunca.

Si el vacío no se puede pintar porque no es nada, sin embargo, José Álvarez Vélez sí puede llenarlo. Y lo ha hecho inundándolo del color múltiple y vaporoso con el que llenar nuestros deseos de vernos disueltos en esos torbellinos que roban la luz de sinfonías inéditas.

Su obra abstracta es única y tan mortífera y hambrienta que te permite vivir de ella y con ella, sin que necesite dar aliento a que todo lo opaco se haga transparente y a que los cielos no tengan donde residir si no es en sus espacios.

Sus manchas cromáticas no nos remiten a vaivenes de resentimiento o muerte, violencia o dolor, sino a conciertos de vida mesurada y a arterias y venas dotadas de una densidad de resplandor y penumbra, de anhelos deshabitados de tinieblas.

Álvarez Vélez, muy celoso de su obra como él mismo me ha reconocido, lo que no es de extrañar, deletrea un lenguaje que ama la vida, que la pinta con la obertura de nuevas notas que le son orquestadas a partir de una claridad que en principio sólo se desnuda para él y que para él es el cofre en el que atesora todo su caudal de magia imperecedera.

En conclusión, una gran gran obra que debe volver a estar expuesta en espacios públicos para disfrute de todo amante del arte.


Humberto pinta en el malecón seres sin cabeza. Al preguntarle la razón, me contesta que a ellas las ha dejado fuera para que sigan susurrándole. No lo he entendido pero también comprendo que es difícil adivinar la confesión que se establece entre el artista y su medio en una escollera que únicamente alimenta a barracudas.






UMBRALES INCIERTOS