Esta escultura de Duane Hanson, al contemplarla en un museo o en una galería, nos parece que no tiene otro propósito que celebrar la fealdad de una humanidad tan próxima a nosotros. Sin embargo, en la calle, en nuestro entorno social y urbano, nos pasa desapercibida pues tenemos una visión clasificada de la realidad en función de nuestros parámetros vivenciales e ideológicos.
Ese encuentro de visiones es el después de este icono, que no ahorra sarcasmo e ironía ante nuestra propio asombro inicial y después una desorientación repleta de interrogantes.
Cada día son otros campos dentro de arte los que van tomando una posición que parte del despojo, del desecho, de la deformación, de la frustración e impotencia, para dejarnos una óptica más amplia de lo que puede ser, de lo que puede palpitar ante nosotros sin que nuestra mirada lo vea. Acerca a nuestros ojos la rutina impertérrita de lo que hacemos, un instinto de vivir sin misterio, el decurso indiscernible del comer, el dormir, trabajar y reproducirse. Estamos, pues, ante un acto de crueldad que se convierte en un fenómeno plástico.
Las olas en el malecón estaban vacías, con hambre de rehenes que devorar, pero mi amigo Humberto yo comprendimos que pronto estarían saciadas. Su llamada siempre enternece a algunos que piensan que ellas todavía están más desamparadas y necesitan el calor de sus vidas.