Las figuras son flechas verticales que quieren huir de la tierra a la que están firmemente ancladas. Son seres que carecen casi de cuerpo, que no ocupan espacio, que quieren deslizarse pero no pueden.
Giacometti ha urdido una humanidad con la materia del hierro pero sin la fuerza de su resistencia, con la fragilidad propia de un ente perdido, desorientado, que busca su lugar y no lo encuentra. Van solos o en grupos pero como esfinges obsesionadas en comunicarse la brutalidad nacida a pie de tierra de la que huyen, por eso estiran su efigie hasta donde creen alcanzar la meta de lo divino, de lo infinito en paz.
El escultor, en esa reflexión con sus esculturas, les exige que ya que les da vida, le proporcionen un refugio a la soledad y a la muerte, que dialoguen y debatan con él hasta el último momento, que le consuelen ante la falta de esperanza. Después, cuando haya desaparecido, continuarán haciéndolo pero ya serán otros los interlocutores.
Las sílfides desfilan hoy por el malecón. ¿Por qué serán bellezas tan transitorias? ¿Sería cruel solidificarlas y esculpirlas y dejarlas tal como están ahora en el paseo del muelle? No cabe duda de que serían un adiós halagüeño para aquellos que quieran suicidarse tirándose desde el muro. Recibirían una última mirada de ensueño.
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