Yo nunca sé ver un cuadro, sólo lo percibo gracias a la intuición de una mirada que busca insistentemente las señales que se supone que debe emitir. Cuando las encuentro, considero que he de acentuar el conocimiento, examinar cuál es la concepción que me sirve en esa mutua interrelación.
Estos lienzos de mi amigo, el pintor cubano Humberto Viñas, constituyen una realidad que quiere explayarse con lo visible desde lo abstracto invisible de lo musical: unas mujeres fornidas desnudas que con su violonchelo inundan de notas melancólicas un malecón silencioso que estuviese aguardando una muerte largamente anunciada.
- Y hacen posible lo imposible: una transfiguración que nos permite verlas a nuestro lado, tocar su piel, acariciar su cuerpo, besar sus diminutos senos. Lo peor fue que tanta belleza se diluyó cuando, a traición, llegaron las sombras y los sones melodiosos retornaron a su naturaleza original de sonidos vibrantes.
- Ya en el taller, insistí en que mi mano condujese la suya y no al revés; tenía derecho, después de tantas telas coloreadas, a pintar sabiendo, por fin, ver. Pero no fue posible; él, ante mi impotencia, retomó la dirección y, como gran demiurgo de penumbras que era, ordenó siluetas, formas, líneas. La gran mancha rojo de fondo -la quiero llamar así- anegaba de llamas un icono musical dedicado a Eros (el rito dionisiaco del cuerpo por delante de la cabeza). El blanco rosado de la carne se consumía en ese incendio y los cuerpos se movían a la captura de ese éxtasis sinfónico magistral.
- Al llegar el alba se nos había acabado el ron y no sabíamos si había sido una revelación o fruto de un anhelo que nunca habíamos dejado de perseguir. Pero no, allí estaban y allí las dejamos que siguieran pulsando un aria que se prolongase en esa eternidad sin horas que a mi amigo Humberto y a mí nos está alcanzando.