Antonio López, por su enorme talento plástico, es un caso único e irrepetible en la pintura española. Su minuciosidad, virtuosismo y capacidad para extraer la máxima expresión de la materia, son sus plataformas para emprender y desarrollar un proyecto que da finalidad a una existencia y dota a nuestra historia íntima de la sustancia plástica que requería.
No hay alardes ni ostentosas concepciones visuales, hay imágenes que forman retratos de instantes que se esfumarían si él no los convirtiese en momentos imperecederos y trascendentales por ser simples notas solitarias en nuestro transcurrir, en nuestros encuentros y desencuentros, en unas búsquedas que no tienen fin.
Las pinceladas no se ven, están por detrás de esa frontera que se abre en un callejón oscuro, en esa pared que con sus cicatrices nos confronta y nos hace compartir el dolor de una humanidad que transita dentro de ella. Y no se ven tampoco en un Madrid que es su propio habitante, que ya no quiere otras soledades más que las suyas propias.
La pintura de Antonio López no nos engaña, nos obliga a ver tal como somos, la vejez y el paso del tiempo de lo que nos rodea, nuestro propio ocaso, y lo hace con la convicción de que no puede haber piedad ni conmiseración sino fuerza y penetración para construir una poesía lenta, precisa y desdichada.
Me voy con la tristeza de ver un malecón sin aullidos y sombras, sin los fantasmas de la noche que lo pueblan para saciar apetitos ansiosos de carnes oscuras. También debería haber un Antonio López para él. Mi amigo Humberto me ha dejado para ir a hallar la luz de su pincel en bosques oscuros. Sin ron dudo que la encuentre.
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