Enfrentarse al sentimiento de una naturaleza fría, adusta, a los habitantes huidizos que la pueblan, a la melancolía y aislamiento de esa unión, tan estrecha que no sabemos cuando empieza una y cuando acaban los otros.
El norteamericano Wyeth, con un bagaje pictórico a cuestas nacido de un sentido visionario del oficio, ha asumido y emprendido esa trayectoria y la ha encarado con una energía incansable porque la vivencia ya estaba coagulada, lista para configurarse en el ámbito de lo plástico.
Tonalidades sobrias y oscuras, espacios brumosos que se agrandan para dar dimensión a la crudeza de la soledad y retraimiento, cuerpos en movimiento o quietos pero abstraídos, desorientados ante lo que ven, esas superficies desnudas tanto en el exterior como en el interior.
El medido ajuste cromático nos introduce en una emoción silenciosa que no admite perturbaciones sino miradas densas, introspectivas, que trascienden lo puramente físico hasta inmaterializarlo en una contemplación que desde afuera se hace señal e incomunicación dentro.
El tiempo ha quedado en suspenso, se detiene con el fin de que lo que transcurra tenga la oportunidad de manifestarse en pensamientos que gravitan sobre sí mismos, cerrados en sus dudas, en sus indecisiones, deseando que la pintura sea su suceso, su acontecimiento.
Humberto y yo, al llegar a nuestra esquina del malecón, expresamos la convicción de que el azul de estas aguas está o se va quedando desnudo de tanto despojarle de su tinte. Lo vemos pálido, lánguido, sin energía, escondiendo su mudez, apagando su brillo. Habría que pintarlo de nuevo, nos dijimos, procurarle la vida que le falta, la libertad que necesita, el ron que reclama. Pero el mutismo que nos infecta no lo permitirá y entonces volveremos al negro aunque escupamos sobre él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario