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3 de noviembre de 2008

JUAN GRIS


Postrado en mi sillón, bajo de ánimo por desafecciones tan ciertas como imaginadas pues nunca sabes lo que hay de verdad en esos monólogos infernales que te asaltan, leo la biografía de D.H. Kahnweiler, el gran marchante de París, escrita por Pierre Assouline.


En sus páginas se evocan los últimos momentos de la vida del artista español Juan Gris, al que estaba muy unido y al que consideraba el hombre más puro, y el amigo más fiel y tierno que ha conocido. Sin duda, el más noble de lo artistas.


Y es que Gris, el que nunca llegó a ser reconocido en su época, insoportable para Picasso (aunque después no se despegó de su lecho de muerte), le dio al cubismo el aura de luminosidad que le faltaba, la que hacía que su pintura tuviese una realidad leve, etérea, un hálito fresco, al mismo tiempo que revelaba tanto su lado intangible como su fisonomía corpórea, paradoja que pone en evidencia el secreto de un sentido del orden que establece jerarquías visuales en la superficie, prodigio de su propia simbiosis.


Nunca dejó de ser el pintor del que se habla para convertirse en el pintor cuya pintura se compra.


Mi amigo Humberto me dice en uno de sus mensajes que la isla se está desplazando muy lentamente porque por debajo de ella son muchos los que la empujan hacia tierras más fértiles y paradisiacas. Y puede ser cierto, tan cierto como que el agobio es un verdugo de destinos que apenas creen que lo son.

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