Toledo ha sido centro de la atención de la pintura, española especialmente, desde antaño, desde cuando la sacralizó El Greco como un enclave estético y religioso configurador de un espacio en el que convergen todas las percepciones visuales, históricas y culturales, además de un refugio donde saciar el sentido de aventura, meditación y recogimiento.
Por eso, no es extraño que el pintor español Javier Clavo haya tomado esa perspectiva aérea para trazar su biografía pictórica desde la dimensión que él ha decidido para definirla y expresarla más allá de sus postulados físicos. En esta ciudad ha querido depositar la luz que profiere, describe, sitúa, amalgama y vive, que condensa y exalta, que se expande y tapiza, que vierte y derrama una lírica visual que duplica el valor de nuestra mirada.
- Toledo, en manos de artistas como éste, siempre nos descubre algo más a pesar de los siglos transcurridos sin moverse ni inmutarse, con sólo estar ahí quieta rememorando acontecimientos y vidas, piedras y templos, reliquias e historias, sin esperar nada más que nunca llegue el tiempo de la desesperación, cuando ya servirá únicamente para símbolo plástico de rastros, ruinas y despojos.
- Mi amigo Humberto y yo nos asomamos desde nuestra esquina del Malecón para avizorar en el horizonte destellos toledanos o señales de mensajes de nuestro amigo Alfonso García que estaba excavando a la búsqueda de vestigios visigodos. Enarbolamos una botella de ron pero no hubo manera de comunicarnos con él pues se había deslumbrado ante el hallazgo del esqueleto de una virgen.