Las cárceles de Giovanni Battista Piranesi, el gran grabador italiano, son presentimiento y ocultación de nuestros propios crímenes inconfesos, son nuestros presidios cerebrales y emocionales.
Y lo peor es que nos hemos acostumbrados a habitarlas, a subir y bajar sus inmensas escaleras, a jugar por sus puentes, pasadizos y torreones, a probar sus artefactos de tortura, a regocijarnos con su atmósfera majestuosa y sombría.
En ellas todos somos criminales que nos vemos agraciados con ese encierro eterno, en que esos pétreos muros son los límites de una conciencia que si quiere evadirse, lo que no ocurre nunca, es para escapar de sí misma.
Pero no hay escapatoria posible, el laberinto penitenciario no puede traspasarse, lo mismo que nuestra condición humana no puede acudir a la luz cuando ésta estuvo apagada siempre.
Mi amigo Humberto y yo nos sentimos derrotados por un malecón cuyo vicio es poseer voluntades parcas para someterlas al espejismo de una abundancia que ya dejó su presente mortal pintado en el muro: coronas de fuego para los que presa de la angustia no quisiesen perder tiempo.