Siempre me ha fascinado la representación de los ojos y las manos en el arte latinoamericano, ellos solos podrían escribir, y de hecho lo hacen, toda una historia de dolor y sufrimiento.
Son ojos que se han hecho grandes de tantos amaneceres duros y crueles en una geografía hostil, en una tierra que da para los que ya tienen y es árida para los que necesitan. Ojos con un hambre que de tanto maldecirla acaba en sangre.
Y unas manos enormes y ásperas condenadas a realizar un trabajo de siervos, a una vida de esfuerzos inútiles y pieles marchitas nada más nacer.
En el artista peruano, Juan Carlos Ñañake Torres, y en esta obra, "Músicos", se cruzan corrientes estéticas europeas y americanas en aras a configurar un universo apegado a sus propias raíces, al de una figuración que ensambla planos cromáticos pálidos y atenuados en una geometría de cuerpos que quiere ser símbolo de alegría y sempiterna resignación.
Podríamos hasta perdernos en referencias heterodoxas a vidrieras y retablos que emergen desde altares precolombinos o iglesias bizantinas. Sea lo que sea, Ñañake los ha bautizado de nuevo. Y han prendido en nuestra mirada otro inédito imaginario visual.
Mi amigo Humberto le estaba dando vueltas en su cabeza a lo que un "atrás del palo" le acababa de decir: "Uno se muere de ser genio pero para comer tiene que haber dinero". Entonces, viéndole apurado, le conseguí el encargo de un retrato a una morocha rica. Cuando le llevé la buena noticia me dijo: "A mí con un buen trasero me basta, con tal de que la piel no rechace la luz".