Una famosa tapa de puros fue en su día el faro de una nueva concepción plástica.
La historia parte de aquel grupo de pintores que alrededor de Gauguin se reunían en el pueblecito de Pont-Avent de la Bretaña francesa para, al hilo de su magisterio, abordar nuevas experiencias pictóricas.
Uno de ellos, Paul Sérusier, le pidió pasar una mañana pintando junto a él. En el transcurso de la misma tuvo lugar este diálogo:
"¿Cómo ve este árbol? ¿Es realmente verde?, le preguntó Gauguin. Entonces ponga verde, el verde más bonito de su paleta.
¿Y esa sombra es un poco azul? No tenga miedo de pintarla tan azul como sea posible".
Al volver a París, Paul les enseñó a sus amigos la caja, "en la cual se podía adivinar un paisaje sin forma, sintéticamente expresado en violeta, bermellón, verde veronés y otros colores puros, tales como habían salido del tubo, sin mezcla casi de blanco" (Maurice Denis).
Así se gestó este pequeño paisaje al que le fue puesto el título de "El talismán".
Mi amigo Humberto concilió el fondo de esta historia con él mismo y huyó hacia una materia en que hubiese tanta vitalidad como color. Cuando lo alcancé estaba todavía en blanco pero la sangre ya empezaba a empapar el lienzo. No encontré otro rojo más auténtico, me dijo. Y amparado en la penumbra comenzó a pintar escribiendo.