Orlando Boffill es otro gran artista cubano, autor de esta enigmática obra, que entre salitres y brisas airadas consuma una odisea plástica plena de claves y rincones recónditos.
Sus lienzos tienen la magia de lo circense, de un espacio poblado como una carpa en la que distintos seres y entes apareciesen de incógnito y nos trasladasen a otras vivencias, a otras inmensidades en donde nuestra imaginación bucease en la irrealidad de lo real.
Y en ese vínculo de abstracciones y formulaciones plásticas con lo contorsionista y lo equilibrista, radica también un aura infantil que conjuga juego y juguete, fusión de misterio y aprendizaje de lo estético.
Y a través de esa práctica estética se vislumbra rastros de esa iconografía de lo egipcio, de lo asirio, esos bajorrelieves que estructuran la majestad estática de lo que se representa y de los jeroglíficos que los sustentan, con la salvedad de que Orlando les imprime la cercanía de lo visible bajo patrones coetáneos a una realidad que nunca deja de asombrar.
Mientras este pintor continúe con su trabajo, lo cifrado del mismo estará ahí para poder descubrirlo -algo que se me antoja imposible- y contemplarlo con la mirada lenta que siempre está exigiendo.
En fin, en esta noche isleña de cánticos para algunos e insomnio para todos, mi amigo Humberto y yo celebramos que haya otro habitante con nosotros que sufrague esta penumbra que sólo deja ver, cuando quiere, una parte de lo invisible. La otra parte la mantiene expuesta a la luz pero no se puede ver porque seguimos ciegos.