Louis-François Bertin, propietario y fundador del Journal des Débats, encargó a Ingres su retrato. Éste, profundamente impresionado por el personaje, se encontró con grandes dificultades y después de varias semanas de sesiones y ensayos, no tenía nada que mostrar. Un día fue tal su desconsuelo que rompió a llorar, lo que hizo que Bertin le consolase con estas palabras:
"No se preocupe por mí; sobre todo no se atormente. ¿Quiere empezar de nuevo mi retrato? Pues muy bien, cuando quiera. Nunca conseguirá cansarme, y si desea algo de mí, aquí me tiene a sus órdenes".
Ante el repentino gesto relajado de esta celebridad, mientras se hallaba charlando en el jardín tomando el café de sobremesa, Ingres, ya repuesto y con el semblante iluminado, se acercó hasta él y le dijo al oído:
"Venga a posar mañana: su retrato está hecho".
Hoy este lienzo es considerado una obra maestra.
Ya en un malecón jubilosamente lleno de musas atezadas tocando ocarinas, y entre trago y trago de ron, se me ocurrió hacerle un comentario a mi amigo Humberto sobre si él podría atreverse con un retrato mío. Su respuesta todavía la estoy tratando de descifrar:
"Yo no lloraría pero no dejaría de gritar a la vista de la pose de un amuleto obsoleto y envejecido que con el transcurrir del tiempo se encariña a una mágica devoción del yo.
Y no es así, pues ese individuo que tú eres se protege en una materia de hojalata inconsistente e inestable -¿cómo podría pintarla?- pero de oxidación irreversible e inutilidad sobreviviente a la merced de un ritmo que ya se apaga. No puedo retratar polvo en el viento".
Se fue la mañana y nos dejamos llevar por un viento que cruzaba la isla y nos despojó del aliento. Caminamos en soledad y sin poder vernos a través de las sombras que inundaban las ruinas.