Hoy, a la madrugada, mi amigo Humberto y yo anduvimos lo desandado ayer y nos acodamos en el malecón, eterno confidente de murmullos, hambres y amores confinados.
Y hablando del pintor asturiano, Guillermo Simón, entre último trago de ron y eterno comienzo del penúltimo, nos preguntamos cómo pintaría él este mar que siempre transforma el tiempo de esta isla en una narración permanente.
Guillermo, pintor de mares ocultos, de simas en constante renacer, conoce muy bien los piélagos del norte ibérico, pues se ha emparejado con ellos y ha atisbado sus misterios más secretos.
Pero el Caribe guarda tanta vida como muerte, tanta hospitalidad como traición, tanto azul como rojo. Hay que adentrarse demasiado en él para absorber su sufrimiento pero también su canto y su baile, porque es un mar que baila, sufre y se desangra. Su fondo rebosa osamentas y carnes llenas de sirenas morenas hartas de devorar después de tanto acariciar.
Y nos lo preguntamos hasta que las náyades mestizas aliviaron nuestro rumbo de vuelta, que se hizo demasiado largo a través de una sombra de cañas sin ron.