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27 de agosto de 2009

ÁLVAREZ VÉLEZ (1949)

Si la futilidad envuelve el conocimiento que tenemos de nosotros mismos habremos de agarrarnos a una sensibilidad que acceda a anclarnos en un yo que se abra a otros lenguajes. Por eso, llegado ese momento, me sumerjo de nuevo en la obra de mi amigo José Luis Álvarez Vélez, pintor y escultor vasco, para que no me someta a una estructura de pensamiento sino que me vitalice con la sensualidad de su ortografía visual.
Y esa inmersión discurre por unos trayectos de su obra en los que la poesía parece desvanecerse de tan tenue y vaporosa que es esa mutación de sentimientos, tal que una melancolía que anida en una morfología de manchas que amorosamente se desean, mientras en otros el rito se eleva hasta conformar bóvedas de trazos excitados, refulgentes, egos esclavos de su implacable espíritu lumínico. En sentido estricto, son sendas de una pintura que deja huella de un paisaje sueño que no tiene referencia más que en sí mismo, que es como decir que su consistencia va más allá del marco que lo contiene para fijarse en el horizonte que guarda nuestra memoria.
Por lo tanto, lo inane se quedó en otro hemisferio, yo rescato algo de la lucidez que quiero que siga formando parte de mí mismo y el artista celebra la energía cósmica que emana de esa luz que impregna todos sus lienzos. En definitiva, ha de ser el recurso legítimo ante el que acudir en amparo por la amenaza de los círculos estrechos de lo insípido y fútil siempre en pos de mendacidades errantes.


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