El sujeto sale de sí y nos deja la sustancia, que es su lecho. Se representa en la crudeza de lo vivo inerte que quiere ser verdadero, incluso lo es, mediante una supuesta metafísica de la ausencia. Aunque también puede ser el propósito de un narcisismo que ha dedicado toda su biografía a buscarse y descubrirse, a exhibir lo íntimo ante lo público impúdica y provocadoramente.
¿Puede, asimismo, ser un pasado o presente, un otro yo del que desea desprenderse porque en él anida la desesperación y el fracaso? ¿Es una obra fruto de un impulso por dejar huella de los errores y desaciertos cometidos?
Lo que es indudable es que esta instalación de la artista británica Tracey Emin ofrece un desencanto bajo un prisma poético de desolación, angustia y soledad, y no oculta el discurso metaliterario que subyace y que le permite más versatilidad y hondura en la significación que puede tener para el espectador.
Aún así, la sinceridad de su mundo depara dudas e incertidumbres en su condición estética en lo que al soporte elegido se refiere.
Mi amigo Humberto duerme todas las noches en el vientre del malecón. Allí se acurruca y dejar pasar las horas hasta el alba en continuo diálogo con un dios cruel que nunca ha conocido la piedad. Le pide una libertad inútil para ser y estar de nuevo. Yo intento sacarle de ese agujero, convencerle de que su único hálito es volver a tomar el rumbo del lienzo, de la tela o la madera, pero él sólo piensa en la piedra, en hundirse hasta el fondo de ella y matar la sombra que le condena.