El arte nos plantea siempre un diálogo y un soliloquio porque sus señas de identidad son tan viejas como nuestra historia. Es un símbolo de haber alcanzado un grado de civilización y de seguir una evolución que vaya en beneficio de un mayor adelanto y progreso. Quizás porque el arte es un buen recurso para la conjuración y exorcización de nuestros peores fantasmas y pesadillas. Por eso hemos de dejar que los canalice, que nos libere de ellos y después nos deje contemplarlos en todo su esplendor, belleza y realidad.
La pintura se convierte en esa magia que nos revela, nos trasparenta, pone nuestra humanidad ante nuestros ojos y permite ese vibrante momento en que nuestro interior se ve alcanzado por la crudeza de algo que no había visto porque le faltaba la mirada.
Y la pintura también es el trasfondo de nuestra historia ya que también la va escribiendo a través de su propio lenguaje, de su innovación constante, de un desarrollo poblado de rupturas, de avances, de nuevas metas. Y asimismo es el fruto de sufrimiento, de dudas, de temores, de abandonos.
Con la pintura nos vincula todo a pesar de que nuestro desagradecimiento no ha sabido apreciarla como uno de los factores básicos de nuestra vida.
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