Ayer, cuando mi amigo Humberto y yo limpiábamos y organizábamos el taller, percibimos la presencia etérea de un cuerpo que nos inmovilizaba con su sombra. Al ver la piedra de mar que portaba, nos dimos cuenta de que era Yemayá, que nos declaró hijos del santo y nos conminó a revelar su efigie en una tela que serviría para el llamamiento espiritual de lucumíes-yoruba, congos, carabalíes, mandingas, arará, gangá y mina en el malecón.
Sobre nosotros recaería una sentencia de oprobio si no cumplíamos lo decretado y sobre nosotros recaería una maldición eterna si del icono erigido no surtía la solicitud de estos habitantes para la cremación en hoguera de los "mongos" John, Canot, Blanco Fernández de la Trava (el de Gallinas) y Cha Cha (el brasileño Francisco Félix de Souza).
Al acabar el retrato, del que emanaban sonoridades yorubas y abakúas, la orisha nos quemó los labios con carbones ardiendo y nos hizo beber aguardiente de caña para aplacar nuestra sed.
Amanecimos hambrientos pero ya no pudimos comer, únicamente el ron se paseaba por nuestra garganta en busca de un abismo sin seres que sumergir.