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10 de junio de 2008

ENIGMA


Gauguin, en este autorretrato, comparece como un jeroglífico que quiere y no quiere ser descifrado. La vanidad incrustada en la verdad o un deseo ya perdido que ofrendar.


Creo que casi todos los artistas se reservan un trozo de enigma que guardan en la caja fuerte de su cerebro y que no permiten desentrañar por el riesgo de ofrecer al espectador la clave más oculta de su capacidad y talento para descodificar lo que no se ve y transmutarlo en un hacer plástico destinado a incorporarse a nuestro imaginario.


Por eso él no transmite más que un prontuario o una sinopsis, el resto lo ha de completar el que ve, observa, descubre, intuye, que de esta forma se hace partícipe de la obra si la ha valorado como conocimiento propio, como atlas de su propia geografía visual.


Este magistral autorretrato confronta su mirada con la nuestra, casi como de reojo, y nos reta a descubrirle más allá de la mera apariencia que se desdobla en cada línea, en cada contorno, en cada forma y filigrana. El secreto está fundido con cada pincelada.


Mi amigo Humberto y yo, bajo un crepúsculo de óleo en el malecón, percibimos la presencia de Yemayá. Estaba licuada en la atmósfera. No era Yemayá Asesú, la de las aguas tranquilas, ni la agresiva Yemayá Okuti, tampoco Yemayá Konlá, la que hace espuma a las orillas del mar. Eran todas un solo mar, el nuestro, el Caribe de fondos ignotos y ondinas mestizas.


Acabamos el ron y regresamos al túnel que nos sirve de madriguera hasta que llegue el wemilere, la fiesta de los santos, que en su júbilo nos proporcionará luz con la que trasladar la eternidad al lienzo, ciego de tanta oscuridad.

5 de junio de 2008

GISELAS DE LUNA


Ritmos de guaguancó, conga y rumba atronan el malecón en la noche. Festivos, sandungueros, jocosos y jodedores, los olochas danzán el nengón, el kiribá, el changuí y el sucu sucu.


Los tambores yuka, los tambores de palo, los tambores de Kinfuiti, los tambores biankomeco, los tambores arará, los tambores de Olokun, la tumba francesa, los tambores de radá, los tambores nagó, los tambores de bembé, los tambores batá, los tambores iyesá, los tambores dundún, los tambores gangá, anuncian la presencia de los orichas.


El trance se presiente ya, hasta que por fin el caballo de santo se acerca a mi amigo Humberto y a mí para escuchar nuestras quejas.


Después nos lleva al Igbodó y allí nos deja con las Iyalochas, jóvenes, valquiria una y morenas las demás, bautizadas por la luna, que amamantan nuestros pesares, nos dibujan sensuales fantasías y nos encomiendan a Oyá, la dueña del cementerio, que ya nos ha colocado el número ocho.


Amanecimos fríos. Comimos harina caliente y tocamos el quinto mientras esperamos, entre trago y trago, la hora del carnaval orgiástico de la muerte.

4 de junio de 2008

UDNIE


Francis Picabia, artista cubano de ascendencia franco-española, luchó en todos los frentes de las vanguardias históricas y en todos ellos dejó el testimonio de su versatilidad insatisfecha.


Traigo a este espacio esta pintura, de la que se ha dicho que es el recuerdo del coito de un hombre de negocios de edad madura con Udnie, porque en ella se pone de manifiesto la espléndida conjunción de las partes de un todo vertiginoso.


Movimiento y reposo en la base, luz y penumbra, calor intenso y frío, pasión y placer vibrante, silencio breve y clamor, esplendor y ceremonia. Y también ironía en una arquitectura que enmascara la penetración a través de su ostentación aparatosa, histriónica.


Es fruto de un sincretismo de tendencias y corrientes, de credos y teorías, pero también la hábil falsificación de una realidad que está destinada a eso mismo, a ser convidada en un festín de imposturas y simulacros.


Me encuentro a mi amigo Humberto en su taller iluminando en el lienzo con su pincel un espectro repetido siete veces. Después ha depositado sobre él la sangre de una primera menstruación y encima de ella, acariciándola, la llama de una vela enciende una oración. Hasta que cobre vida participaremos en el malecón en la ceremonia de la Rumba de Santo junto a babalochas, iyalochas, oriates y babalawos.


Cuando retornemos esperamos hallar al espíritu invocando la salvación que nunca tuvimos.


3 de junio de 2008

LOT Y SUS HIJAS


Esta obra, "Lot y sus hijas", atribuida al maestro flamenco Lucas de Leiden, nos asombra no sólo por ese dominio de la perspectiva, de la arquitectura y del paisaje, sino también por una representación bíblica que se articula en escenas que como un diagrama se escalonan hasta conformar un gran escenario.


Hay un recorrido de tiempo con distintos planos de espacio graduándose desde un fondo apocalíptico hasta un primer ambiente que a través del color rojo de la tienda atrae nuestra atención. En la zona intermedia se ve al padre y a las hijas llevando al burro detrás suyo sobre un puente que los conduce a nosotros; la madre queda a la izquierda convertida en una estatua de sal mientras más allá la tormenta de fuego destruye la ciudad de Sodoma.


Pero en las primeras imágenes late una disonancia transgresora, pues no es el padre quien se deja embriagar sino que es él mismo el que seduce a su hija mientras la otra, en una postura sensual, escancia el vino que servirá para atizar el desenfreno erótico que las posturas y gestos anuncian.


No se han aterrorizado, no han llorado la pérdida de un ser querido, no están atribulados, están vivos y quieren seguir estándolo para gozar. El incesto no planea sobre sus sentimientos y emociones, son otros los deseos que provienen de su naturaleza, los más instintivos, los que no tienen códigos que les aten.


No deja de ser un misterio una obra tan transgresora en una época en que la religión abarcaba cada momento del día, a no ser que se establezca una relación próxima con la ruptura del catolicismo acontecida en fechas cercanas a la datación de la misma. Quizás por ello su autor se haya mantenido en el anonimato.


Hoy nos hace una visita El Bosco en el malecón. Nos dice que si en su existencia como pintor hubiese conocido este rincón, sus visiones hubieran estado más rebosantes de silogismos, profecías, enigmas, pecados y ninfas mestizas que el Jardín de las Delicias. Lo habría titulado el Jardín de las Antillas. Quede escrito.

2 de junio de 2008

LAS TRES EDADES DE LA VIDA Y LA MUERTE


En este cuadro, Las tres edades de la vida y la muerte, de Hans Baldung, se enmarcan las ideas, los horrores y los sentimientos de una edad en la que los credos y doctrinas se tatuaban hasta en el alma de los descreídos.Y también las pasiones.


Baldung fue más que un fiel intérprete, fue un artista obsesionado por una angustia a la que sólo podía dar salida pintando la realidad que se escondía bajo una opresión que se agrandaba como un tumor dentro de sí mismo.


Época de símbolos y signos, la muerte era la gran señora de presencia perenne, la antesala de la condenación anunciada por la Inquisición, la que marcaba y tasaba el tiempo de vida avaramente. La belleza era demasiado efímera, tal como señala ella misma con ese reloj que como una guillotina sitúa ante la cabeza de la joven hermosa pero también vanidosa, pues la esperanza media de vida era de treinta años.


La vejez trata de impedirlo inútilmente, su brazo cargado de cólera y desesperación se opondrá en vano, el cuerpo de la muerte que arrincona a las tres figuras es demasiado poderoso.


El paisaje de fondo es sombrío, intemporal, y la tela transparente que hace de hilo conductor se pierde a la izquierda del lienzo dejando abierta la incógnita final: ¿cielo o infierno?


Las tres edades como sinónimo del todo porque abarcaba el principio, el medio y el fin.Aunque no aparece ningún signo religioso, se sobrentiende, subyace y vigila. La salvación anunciada es lo que redimirá al ser humano de un destino aciago, pues desde que nace está amenazado por la muerte a causa de la guerra, el hambre, la peste, la maldad. No ha lugar para la exaltación, el éxtasis, la plenitud.


Recojo a mi amigo Humberto en su taller de Miramar, ese espacio real-simbólico donde él fusiona significantes y significados con sombras de una realidad que no tiene nada de renacimiento, y paseamos hasta el malecón, lugar de alegorías y ultratumbas, para con nuestra embriaguez de ron poner preso al muerto oscuro.


28 de mayo de 2008

TALADRO


Jacob Epstein, nacido en Nueva York y residente en Londres, creó entre 1.912 y 1.913 esta escultura, "Taladro", una especie de robot que predice la futura mecanización y belicosidad de la sociedad humana.


Él mismo declara que hizo y montó esta máquina-robot, con la visera calada, amenazadora, y llevando en sí misma su progenitura celosamente protegida.He aquí, dijo, la figura siniestra, armada, de hoy y de mañana.


Sin embargo, el taladro de segunda mano con la que lo construyó, lo suprimió y dejó sólo la figura, mutilándola de un elemento esencial.


No obstante, es, quizás, una de las tallas más fascinantes y singulares en la historia de la escultura pues auna tecnología, historia, ficción y pulsación estética en una obra que hechiza cuando nos encaramos con ella. Se nos aparece como un destello de nuestra conciencia sombría, como un ente de mal agüero.


Y como artificio macizo, compacto, aguerrido y hosco, nos desafía, intimida y provoca.


Se trata de un ídolo que nos habla de poder, de dominio, de fuerza, un símbolo de subyugación, y de violencia y destrucción ante la rebeldía. Una obra maestra, en definitiva.


Los tambores batá anuncian que esta noche los babalaos celebran cabildo en el malecón para hacer manifiestas las voluntades insatisfechas de la vida. Mi amigo Humberto y yo pusimos el oído para tratar de escuchar nuestros nombres, pero de lo único que nos enteramos es que estábamos entre los posibles no nacidos. Ni nos inmutamos, ya era demasiado tarde y nos estaban esperando para morir.


27 de mayo de 2008

EL PATHOS DE LA FORMA


A propósito de esta sobresaliente obra del pintor español Benito Salmerón Garrido, quiero remitirme al principio de la necesidad interior postulado por Kandinsky como la única vía por la que la pintura habría de alcanzar su auténtica existencia.


La realidad exterior, objetiva, que actuaba y actúa aún como motivo de la representación plástica ha de quedarse afuera, pues es la negación de la vida de la forma pictórica, cuya naturaleza es eminentemente abstracta.


La forma tiene su propio "pathos" y a partir del mismo se desarrolla indiferente a todo lo que la rodea hasta crear su propia realidad, la cual podemos vivir en la medida en que podemos compartirla.


En resumen, el contenido interior de la forma nucleado por esa realidad abstracta se hace visible a través de su manifestación exterior, mediante la cual se llega a la culminación de la vida, puro producto de una ontología del color, el punto, la línea y el plano.


La tesis, por supuesto, es mucho más amplia y compleja, y requiere englobar en su seno conceptos y creencias teosóficas y espiritualistas de distinto signo, que obliga a rebasar las formulaciones estéticas habituales. No obstante, esa determinación radical de que se inviste y hasta se arroga tiene, en su propia desmesura, su condición más frágil.


La pintura no es una definición encasillada, limitada, es mucho más, tanto como las incalculables realidades y ficciones susceptibles de encarnarse en la sensibilidad de cada época, de cada civilización, de cada sociedad. No se puede reducir a la multiplicación abstracta de planos, puntos, líneas y colores en un espacio determinado.


La abstracción ha abierto desconocidas dimensiones, no cabe duda, que estaban ocultas, ha agrandado el campo de la estética y ha señalado nuevos rumbos, pero no es el factor definitivo por el que debe regirse a partir de ahora el desenvolvimiento pictórico, ni mucho menos.


Hoy no hay luz en La Habana. Mi amigo Humberto va de muladar en muladar en la exploración y búsqueda de un fulgor infernal que le ilumine. Cuando lo encuentre volverá a pintar y el malecón será ese ánima que necesite para erigir una obra entre el cielo y el infierno.

UMBRALES INCIERTOS