Me he levantado con el blanco penumbra de Fidelio Ponce de León, el magnífico pintor cubano, rodeándome sigiloso a la espera de mi propia captura como rehén del meláncolico aullido del alba.
Fidelio, alcohólico, tuberculoso, bohemio y ser doliente y dolorido por antonomasia, nos dejó pintada una hoja de ruta del sufrimiento humano, del que era imposible absorber más en ese color blanco que abrasaba.
Vivió pobre y murió más pobre, pero erigió un poema en el que el lenguaje de la congoja es más penetrante y mortífero cuando él lo ha expresado, por eso es uno de los pocos pintores del mundo que consiguió que su pintura se transmutase en carne desolada, atormentada.
Vio el fondo de lo humano hasta la raíz, y como pudo revelarlo en todo su desgarro, tuvo que humedecerlo en un aguardiente que lo mantuvo desfallecido de angustias y desesperaciones.
Mi amigo Humberto yo, frente a las aguas tristes que acunan el malecón, entonamos por él una plegaria muda, pues el hablar ofendería el poder del silencio.