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2 de octubre de 2009

HUMBERTO VIÑAS (1963)

Uno puede esconderse en el taller, apagar la luz y confiar enfebrecido en que el color infunda impunemente su rechazo del orden, tanto el de afuera como el adentro.
También puede hacer que la pasta sea lo que desentrañe el furor oculto causado por el dolor solitario que hay en no sentir la claridad y la vida.

O puede añadirse que la impotencia, la frustración o el fracaso hagan su trabajo, extendiendo hacia un lado y hacia otro retazos o retales de un engrudo mezclado y volcado con sus mismos odios.


Y no puede descartarse que de tantas capas como barrotes carcelarios brote lo efímero, lo amorfo y circunstancial como la radiografía inapelable de uno mismo.


Pero caben otras lucubraciones de una biografía que transcurre encerrada en un camarote celda de diez metros cuadrados, como es que la única forma de alumbrarse sea el trazo fingido, malsano, engañoso, que presume de erigirse en dueño de un esclavo.


Todo parece indicar que no hay sueños, que ir a la deriva podría transformar el vacío interior en estratos, cúmulos y cirros, los que trata de entrever o adivinar en esas obras que nunca dejarán de formar parte de un tiempo abocado a jamás cambiar su naturaleza.



En el Malecón han dado orden de retreta y retirada. Mi amigo Humberto y yo nos encaminamos hacia la penumbra susurrando por lo bajo que hay días en que haber nacido con este orfeón repetitivo no te da ni para buscar el ron mulato de mermelada de papaya madura.











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