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5 de octubre de 2009

PELAYO ORTEGA (1956)

Cuando un paisaje está cubierto por la niebla o la bruma parece mucha más sublime, ya que eleva y amplía nuestra imaginación, escribía Friedrich.

El artista asturiano Pelayo Ortega así lo ha concebido, pero no sin transmitirnos la sensación de aislamiento y soledad que una naturaleza imprevisible nos inflige. Además que tampoco nos podemos engañar, también son residuos del tiempo oscuro que vamos dejando, de las retinas que no avisan de los olvidos y remordimientos intencionados que nos sorprenden cuando tratamos de avistar si hay algo que nos sostenga para poder quedarnos o por el contrario dejarnos llevar por una marea experta en extinciones de ánimas aburridas.

Por eso, la obra introduce nuestra mirada hacia dentro en un viaje de remotas y al mismo tiempo cercanas remembranzas, en una recuperación de la visión que después de asomarse más allá, preferimos que nos deje seguir conjeturando lo que la imagen nos propone, esa desmaterialización entre lo onírico y la interrogación inconfesable que nos suscita.

Mi amigo y Humberto y yo estamos vacíos y el Malecón nos obliga a estar llenos. Cogimos de las olas lenguas que no hablan, ojos que han dejado de llorar, bocas cosidas y miembros amputados. Pero nuestro Señor ha decretado que tales adminículos eran rastrojos que no exaltaban su infalibilidad y su sentido de la eternidad por lo que debíamos seguir buscando. Pues no, preferimos el castigo porque ya no se nos ocurrió nada.

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