El hierro, el acero, la forja, la herrería, son sinónimos de la tierra vasca, de su suelo, de su raíz plagada de mitos e historia.
Íñigo Arregui, artista y escultor perteneciente a ese pueblo, en su exposición en la galería Arte Contemporáneo de Madrid, refleja los componentes básicos de ese sentido territorial pero sublimándolos hasta proyectarlos bajo una simbología propia.
Lo compacto de las paredes o muros se arraiga en la base, como creando raíces dentro de ella, y los techos son volátiles, etéreos, para que la luz penetre en esos templos tectónicos que la aguardan para poder construir quimeras que ofrezcan al espíritu el reposo que necesita.
A pesar del acero, las siluetas son descarnadas porque miran más hacia el alma que quiere esconderse en ellas, y con ello lo férreo se desmaterializa en orden a que sean santuarios de lo insondable, donde la invocación a lo telúrico sea desde el espacio que la haga posible.
La contemplación de estos casi iconos no nos sume en una perplejidad sino en una aventura persistente que no deseamos que cambie ni se detenga.
Hoy el malecón está en silencio, Humberto y yo también. Lo que podamos decirnos ya nos nos espera.
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