La obra de Tarsila Do Amaral, la eminente artista brasileña, está en Madrid con el fin de descorrer el telón que hasta ahora no nos había dejado percibir todo su trabajo.
Y cuando lo vemos, trabamos intimidad con el alma de un trópico en que cada ser o ente animal o vegetal que lo anima tiene una forma que se adapta a su condición.
Tarsila posee la intuición plástica precisa para que la inmensidad brasileña, exuberante o árida, pobre o rica, se vislumbre como la representación feraz de una tierra cromática en busca de un destino que la haga vivir para siempre.
Nos asombra su síntesis de modos y estructuras, su visión estilística centrada en persuadir a la imagen para que hable por sí misma y nos comunique a través suyo como ella ve Brasil.
Nuestra retina ha quedado invitada a esta teofanía de la tierra y el hombre y muestra su agradecimiento conservando su destello en una memoria que en esta ocasión no nos será infiel.
De noche en el malecón, mi amigo y pintor Humberto Viñas me dice que aún no se ha explicado la razón de que cohabitemos con estos habitantes desnudos de la penumbra, arrebatados y maltrechos, heterogéneos e ilusionados, que no aman canciones sobre los necesitados y cantan blasfemias en honor a la deidad que les martiriza.
Al ver a dos mulatas aladas, las obsequiamos con el ritual de la piel desnuda para que formen parte de las poseídas por la brisa fresca caribeña, a las que no se les envejece el corazón cuando desde el monte de Venus viajan hasta su Patagonia. Algún día nosotros, cuando ya no estemos ebrios, las acompañaremos.