Si el arte es un prontuario a descifrar, esta obra de Robert Therrien es su perfecto ejemplo, incluso va más allá.
Símbolo, jeroglífico, signo, o lo que sea, reduce el diálogo a lo mínimo, es decir, a encontrar una llave que abra una supuesta puerta. Nada más requiere.
¿Es suficiente? Sinceramente no lo sé. Yo no entreveo ninguna poesía visual aunque lo he intentado desde una posición remota. Y, en cambio, sí que conservo la intriga de lo que hay detrás de esa cerradura, si es que lo es, pues no dejo de pensar que es la pura nada de la que estamos hechos y en la que ya no queremos volver a mirarnos.
Quizás necesitemos ejercicios de introspección para encontrar en nosotros mismos las respuestas a este desafío estético. Yo, no obstante, me abstengo, no encuentro al padre espiritual adecuado.
Mi amigo y pintor Humberto Viñas y yo nos pasamos toda la noche en el malecón pensando en despojarnos de los Cuatro Viejos. Comenzamos por las viejas ideas que están demasiado ajadas y ya nos no sirven; después por la vieja cultura que, excepto algún desnudo, nos aburría; luego las viejas costumbres que siempre acababan en la cama y algunas veces debajo de ella; y al final los viejos hábitos que nos colgaban miserables pidiendo limosna. Teníamos que empezar algo nuevo en tanto la rumba bailase y el ron alumbrase las cenizas del alba.