Alberto Magnelli, artista italiano que estuvo vinculado a Kandinsky, me permite ver en su obra lo que quiero ver.
Los planos no se confunden pero se penetran unos a otros, se dan vida siendo tan heterogéneos, y se cubren o se descubren con un cromatismo que es la sangre que los hace salir de su geometrismo impávido.
El pintor no les obliga a renunciar a su anatomía desordenada porque su disposición guarda fidelidad a una lógica interna que no tiene necesidad de revelarse.
No se necesitan ni códigos ni gramáticas, sólo un alfabeto que sepa conciliar un mundo de formas que se desean y precisan la compañía unas de otras.
Magnelli así lo ha entendido y así nos lo ha propuesto. Y si hay alguna frontera en nuestra percepción será la que miopemente establezcamos nosotros.
Cabalgábamos mi amigo y pintor Humberto Viñas y yo sobre unos ponis locos instantes después que nos habíamos dormido en un malecón que hoy estaba insomne y vengativo. Nos despertó un viejo de huesos carcomidos recién salido de la tumba que se anunció como Joseph de Maistre. Fijando sus cuencas vacías en nuestros ojos, nos dijo: "la tierra no es más que un altar inmenso en el que todo cuanto vive debe ser inmolado, sin fin, sin medida, sin descanso, hasta la consumación de las cosas, hasta la extinción del mal, hasta la muerte de la muerte". Después de eso ya no pudimos dormir durante varios días, nos quedábamos escuchando un amanecer que renegaba del momento en que decidió haber nacido.