27 de abril de 2009

ROBERTO FABELO

En esta ocasión he de comenzar con dos frases de la versada y lúcida Chantal Maillard. La primera es casi básica: "sin duda, el componente didáctico del arte estriba en saber elaborar cosas que han de ser recibidas con una sensibilidad inteligente". Y la segunda es más reveladora : "uno de los objetivos del artista del siglo XX era la de modificar la mirada".

Y con tal pretexto nos introducimos en la obra del gran artista cubano Roberto Fabelo, para cuya contemplación no es necesario ningún prolegómeno más ni tampoco un soliloquio desesperado.

En sus esculturas (enormes recipientes llenos de huesos, de utensilio de cocinas, de casquillos de balas, de desechos, etc., además de sus cucarachas humanoides) descontextualiza objetos y significados para imprimirles la verosimilitud artística de otros, que a través de esa metamorfosis se erigen en una declaración estética en defensa de la tierra, en un canto a la conservación y preservación de lo telúrico, y una mirada implacable sobre una humanidad más inclinada a la destrucción que a su exaltación.

En sus pinturas, por el contrario, ese género humano y animal se configura con una crueldad tierna, como un grupo de personajes, diría que arquetipos, obesos, histriónicos, deformes, tal que miembros de un orfeón de mudos que les toca cantar con la más fea.

Por eso, esos cuadros de texturas cromáticas tan ajustadas a lo representado son acordes con una línea expresionista derivada de una intencionalidad marcada por una historia ya marchita, en que lo esperpéntico abarca lo grotesco y lo extravagante.

Sin embargo, sus dibujos, de una técnica depuradísima, guardan una simetría de belleza clásica y de fantasía helenística (se me ha venido esta ocurrencia de repente), desarrollados sobre la base de un escenario del que el espectador debe disponer imaginariamente para encontrar en él la razón de esa quimera hecha realidad plástica.

Ante nuestra miseria y falta de medios, Humberto y yo, hoy, repartimos miradas en el malecón. Algunas son secretas, otras misteriosas; unas, insinuadoras, las más, seductoras, las menos, incitadoras; aquéllas, extenuadoras, éstas, acuciantes y sospechosas; las mejores, las intensas, las peores, las desesperantes. Al final se nos acercó un enviado del malecón que furioso procedió a nuestra expulsión por ser unos pervertidores. ¿De qué? nos preguntamos.Y en silencio nos dijimos que ya no quedan dioses capaces de perdonarnos y permitirnos beber un ron de penumbra.




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