Un paisaje para ver palpando con ojos escrutadores y visionarios, para extraviar los dedos en el roce de esas epidermis que reclaman carne lasciva y ansiosa por engendrar.
Un paisaje con el reflejo del azul amanecido anidado en el rostro del que camine por él.
Pues tales montañas elípticas se han erigido para guardar las fronteras de lo que conserva la plasticidad de la materia viva y el espíritu de un dios que desde lo más alto denuncia la impostura de lo más bajo.
Lawrence Stephen Lowry soñó este paisaje, le dio forma sin pensarlo para no racionalizarlo, lo preservó de rutinas y ornamentos y después lo dejó como una verdad reducida. Y así se manifestó tal cual es.
Hoy, acompañado de mi amigo y pintor Humberto Viñas, le digo al malecón que no hay nada sabido que no se haya vivido en la experiencia y no esté ligado a la certidumbre de uno mismo, y esta certidumbre, esta subjetividad irreductible, seductora y absoluta es la prueba irrefutable de que el todo no funciona. ¿De dónde me han venido estas palabras?