Visito otro año más Art Madrid en el Palacio de Cristal de la Casa de Campo de Madrid. La repetición de las mismas caras de otras temporadas no es óbice para el deleite y la emoción ante sus obras. Me volvieron a impresionar y subyugar Bengt Lindström, Feito con el fuego y la noche, Ciria con sus relámpagos sonoros, Stefan Hoenerloh con sus ciudades de almas muertas, Pedro Txillida, con sus cuerpos hallados y sus esculturas de fuerza que esperan otro tiempo, Millares y Antonio Saura, fantásticas coordenadas secretas, Genovés con su humanidad perdida, y muchos otros que me perdonarán que no cite.
Y alguna sorpresas, pocas, o a mí así me lo pareció, lo cual no es impedimento para mi error, del cual pido disculpas por anticipado. El portugués Cruzeiro Seixas tiene la virtud de continuar lo que parecía ya agotado, Lucio Muñoz siempre me ha asombrado por esa alquimia de la que era poseedor, Mariano Villalta, un auténtico descubrimiento, el paisaje de Juan Díaz, el diagrama de una inmensidad, Karen Appel, el resorte plástico imprecindible, y Broto y José Hernández, este último el pintor de una realidad sin opciones.
Y por último, los que contemplo por primera vez en este espacio, el asturiano Luis Fega, con sus nubes de paradojas imposibles, Martín Alén, una conciencia plástica en plena ebullición, Didier Lourenço, con sus rostros sacros y José Luis Alexanco, con esos signos en que lo oriental y lo occidental conforman una ornamentación febril.
Hasta aquí he llegado, le digo a mi amigo y pintor Humberto Viñas, marginado de estos circuitos de comercio artístico porque no es más que un cubano exhausto que sólo pinta cuando tiene un malecón recibiendo despojos de naufragios pasionales, cuyos vestigios de sombras rescatan alguna luz entre el crepúsculo tardío y el alba noctámbula.