Después de recoger por la mañana un paquete de libros en la oficina de correos, me apalanqué en mi sillón de lectura delante de la chimenea encendida. Fuera la niebla y el frío apagaban rumores y hacían crujir las vértebras que por obligación tenían que someterse a ese cierzo indomable. Al lado del sillón e inclinado sobre una mesa se encontraba un cuadro de mi gran amigo y gran pintor habanero, Humberto Viñas García. Me hacía compañía mientras leía a la espera de su entronización en la pared. Cada cierta tiempo le echaba una ojeada y me reafirmaba en la idea inicial, espontánea, que me vino a la boca cuando lo vi y después se convirtió en el título, que, por cortesía, me dejó ponerle su autor: "Degüello de yugo y cruz".
Era un prodigio de síntesis y significación simbólica. Una mujer y un hombre degollados y desnudos y a su vez maniatados a una cruz que se interpone entre ellos.
Los cuerpos se alargan infinitamente de arriba a abajo, pues centralizan el valor plástico que más caracteriza a la obra de Humberto: el cuerpo lo contiene todo, aprehende y absorbe lo que le define más que nada: el sufrimiento. Sus cuerpos supuran dolor y para ello no necesita imponerles grande dosis de un expresionismo feroz, no, simplemente la sutileza que es metamorfosis y mensaje a la mirada.
Pero esos cuerpos no serían más que signos opacos sin la luz que emana de ellos a través del color, esa cimentación que ha extraído de su geografía y orografía, la terrestre y atmosférica, para que ese universo nos desvele la correspondencia entre lo significante y lo significado.
Y después, esta representación se convierte en la idea símbolo que nos evoca la historia, el tiempo por el que discurre y la idolatría que siempre está ahí, conduciéndonos a donde nunca sabemos ni nos encontramos, pues no hay conciliación sino reyerta y deflagración.
Este lienzo tiene algo de mística y de subversión, de restitución de pintura anterior al Renacimiento y Romanticismo, de culpa y pecado, de mandamiento y castigo, de martirio pagano.
Ya lo he colgado y ahora me parece un altar, delante del que nunca voy a rezar.
Pero pronunciaré un amén.
Era un prodigio de síntesis y significación simbólica. Una mujer y un hombre degollados y desnudos y a su vez maniatados a una cruz que se interpone entre ellos.
Los cuerpos se alargan infinitamente de arriba a abajo, pues centralizan el valor plástico que más caracteriza a la obra de Humberto: el cuerpo lo contiene todo, aprehende y absorbe lo que le define más que nada: el sufrimiento. Sus cuerpos supuran dolor y para ello no necesita imponerles grande dosis de un expresionismo feroz, no, simplemente la sutileza que es metamorfosis y mensaje a la mirada.
Pero esos cuerpos no serían más que signos opacos sin la luz que emana de ellos a través del color, esa cimentación que ha extraído de su geografía y orografía, la terrestre y atmosférica, para que ese universo nos desvele la correspondencia entre lo significante y lo significado.
Y después, esta representación se convierte en la idea símbolo que nos evoca la historia, el tiempo por el que discurre y la idolatría que siempre está ahí, conduciéndonos a donde nunca sabemos ni nos encontramos, pues no hay conciliación sino reyerta y deflagración.
Este lienzo tiene algo de mística y de subversión, de restitución de pintura anterior al Renacimiento y Romanticismo, de culpa y pecado, de mandamiento y castigo, de martirio pagano.
Ya lo he colgado y ahora me parece un altar, delante del que nunca voy a rezar.
Pero pronunciaré un amén.
Muchas gracias amigo Goyo por tu comentario a ese cuadro mío, ahora tuyo y de todos aquellos a quien le muestres desde tú recinto de arte. Disfrútalo pues y un abrazo.
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