Hay obras como ésta de Caspar David Friedrich que no tienen ni nunca tendrán fecha, que quedarán señaladas siempre en nuestra retina.
Panteísmo pictórico heterodoxo o no -me permito esta licencia-, la proyección plástica de lo telúrico alcanza su dimensión límite, el confín de la magnitud de la naturaleza y la desolación del hombre.
El mínimo cuerpo del capuchino que se enfrenta ante esa inmensidad, en medio de una soledad pavorosa, pregunta, suplica, pero no obtiene ninguna respuesta. Y ésa es la incógnita que sigue siendo la base del futuro estético de nuestro tiempo.
Mi amigo Humberto mantiene airadas conversaciones con el malecón, pues el cúmulo de desdichas que afronta pueden mutilarlo aún más y abandonarlo en el desierto sombrío que el mar antillano reserva para los vencidos. Pero el malecón sólo calla y al final le devuelve al silencio que habla.