Ante la superficie del lienzo, a la hora de emprender la aventura pictórica, no se puede ser indiferente, siempre tiene que haber una intuición en carne viva, que derrocha pulsaciones imprevistas en su forma pero previstas en su contingencia.
Luis Fega, artista asturiano, es de esa raza de pintores que explota el vigor que lleva dentro, que lo traza como ondas expansivas que son producto de un confinamiento interior que necesita luz, explosión total, nubes de color nuevo, virgen.
Ésas son las opciones de un pintor que no tiene sueños, que es un insomne permanente dentro de un cuadrilátero en que la tensión entre el vacío lleno en que quisiera darramarse y las riadas cromáticas conforman cielos flotantes en que el espectador se adivina en cada corriente que avanza o retrocede. No es una bóveda de sacrificios sino dionisiaca y en perpetua celebración.
Al oído, mi amigo Humberto me cuchichea que el malecón al igual que Sambi, el dios congo, elabora la sangre que da vida al hombre y luego le sopla por el oído la inteligencia. Y a nosotros, pobres yakaras, nos ha condenado a la mala sombra. ¿Quién pedirá por nuestras almas cuando no sepamos ver a través de ella?