Gabriel García Muñoz, "Pintura", joven artista español, nos ofrece un retrato de la locura que gracias a su vertiginosa economía de medios muestra una visión que despoja lo accidental de lo exterior para configurar el esqueleto plástico de lo interior.
Es un viaje inverso que potencia el factor expresivo de lo que ya es esencia, núcleo de la supuesta defensa del hombre ante el caos. Pues esa figura entre barrotes de sangre no deja que la demencia nos horrorice sino la lucidez que la anima, la provoca y la hace sufrir.
Decía Hermann Broch que el arte nace del presentimiento de la realidad, Samuel Beckett añadiría que el arte es la apoteosis de la soledad y Herbert Read concluiría afirmando que la actividad artística comienza cuando el hombre se halla frente al mundo visible como algo infinitamente enigmático.
Presentimiento, soledad y enigma que convergen en la locura a modo de un discurso estético del que es ejemplo la desnudez pictórica de esta obra como fruto de un destino que está dentro de nosotros y que sólo lo vemos cuando el pintor lo pone delante de nuestra mirada.
Él permite que, a través de nuestros ojos, de nuestra memoria, sensibilidad e inteligencia, rellenemos esos vacíos entre las líneas y ese entorno crepuscular que interiorizan la enajenación que indiferentemente padecemos hasta que un día lleguemos al lugar donde ha estado él. Entonces el retrato se hará vivo y buscará la materia de la que estamos hechos para encarnarse.
El malecón guarda fielmente nuestros secretos y locuras, y lo hace con el cariño de un anciano protector, borracho de siglos y sediento de carnes. Mi amigo Humberto y yo le confiamos casi todos los días los sinsabores de nuestras penitencias y él nos abruma con las insensateces de sus pesares. Al final nos reprocha con lo de que ya es hora que en la pintura de Humberto aparezca la presencia del vacío, único homúnculo que puede redimirnos de una soledad y locura colectivas entre tanta penumbra.