26 de enero de 2012

PEDRO S. MORILLO (1947) / UN QUIJOTE QUE ES VERBO DE COLOR

  •  En el post que le dediqué al español MORILLO, el 12 de noviembre pasado, hablé de la imposibilidad de lo posible, aunque, en este caso, creo que cabe también su variante contraria porque esta paradoja es la forma y la desnudez del fondo. Hoy retomo ese cruce para señalar la anatomía, nunca mejor dicho, de una pintura en la que el color supura y la metamorfosis es ya un hecho.  
  •  Esta serie, de gran formato, que postula un Don Quijote al que se le constituye como un vértigo salvaje de secreciones (se le adivina en las siluetas, en los perfiles, en las costuras) tiene una dimensión entre lo insólito y lo cerebral, entre el trazo desinhibido, procaz, y su caparazón encefalográfico, de animal equinodermo, entre lo visionario de un cromatismo que señala la condición de un ser y la profanación de un espacio que en su molicie no esperaba nada. 
  •  El artista nos viene a reseñar que su obra es una confrontación de la que trata de extraer una realidad hasta hallar la sucesión de tácticas que consumen una estrategia, la que, en la fusión de torbellinos, informen la ficción del personaje y su trascendencia en aras de unos valores que exigen su propia identidad.    
  •  Por lo tanto, no hay que dudar de la sabiduría de este creador, que entiende la tierra y el clamor que nace de ella misma como una inmanencia que le sirve a modo de determinación de las razones y ansiedades de una abstracción que marca un recorrido tan real como múltiple, tan esencial como exultante, siempre en la onda de un fluir inagotable.   
  • En definitiva, es un vuelo que desafía la gravedad de la pesadumbre que insiste en eclipsar la pintura, sabedores de que su luz reaparece perpetuamente porque anida en lo más profundo de nuestras entrañas, y, desposeída, nos ilumina (Frederic Amat).

  •          Admiro
  • Con fervor de mirada
  • Convergencias y signos
  • De algo que yo, torpe,
  • Escruto y no descifro.
(Jorge Guillén). 

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