En su curso de la Bauhaus, el artista aleman Schlemmer enfatizaba la figura humana como principio y fin de la preocupación artística. Por eso he elegido esta escultura suya como desarrollo emblemático de esa idea, que además se presenta como la obsesión de una síntesis estilística y humanista que tiene en la configuración compacta del cuerpo la unión de tiempo, materia y creación.
Carne y huesos han quedado solidificados y geometrizados sin perder la armonía forzada por la causa aparente de un empalamiento o una crucifixión. Y las formas no invitan a un reconocimiento e identidad sino a la expurgación de lo que trata de verse pues de lo contrario el resultado plástico de la purificación emergería inconexo.
La efigie atrae la luz y las sombras como componentes intrínsecos de un ídolo que despierta nuestra memoria, como lo ha hecho con la mía, a fin de registrar un hecho tridimensional que se ha formado con una parte de nosotros, una que es como una historia de esa memoria.
El Malecón declama:
"El hombre portador de destino, condenado por el destino a la vergüenza precisamente en la fuerza de sus ojos; el hombre lleno de vergüenza y sin embargo parlante con su voz húmeda, guiada desvergonzadamente por la mandíbula, la lengua, el labio, voz portadora del aliento, voz portadora de la palabra y de la comunidad, que se abre paso desde él ruda, gorda, aduladora, amenazante, móvil y tiesa, barboteando, árida, croando, ladrando, y capaz siempre de transfigurarse en canción......"
Acercándome, le susurro a Humberto que es un impostor porque esas palabras son de Hermann Broch, ¿qué demonios pretende? ¿Dejarnos desnudos?
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