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14 de julio de 2009

GEORGE TOOKER (1920)

¿Qué somos? ¿Qué pensamos? ¿Qué hacemos? ¿Dónde estamos? ¿Qué razones hay para seguir viviendo? ¿Qué pensamientos enarbolamos para no intentar una escapada final?

El estadounidense George Tooker nos proporciona en su pintura una condición humana sin identidad, sin comunicación, cercenada de la realidad inmediata. No parece hacerse esas preguntas ni ninguna, está helada y detenida en su propio pasmo.

Somos nosotros, los espectadores, los que nos las hacemos cuando estamos ante sus obras por la rotundidad y plasticidad de las mismas, pues sin esa obligación o sin ese compromiso penetraríamos en esos espejos y no sabríamos salir de ellos.

Pero además ignoramos quien observa a quien, y en todo caso somos incapaces de resistir sus miradas desde la tela, son opacas y hasta siniestras y no dicen nada aunque su expresión en ese ambiente claustrofóbico es su final, el que lo niega todo, incluso el ser y estar ahí con esa apariencia humana.

Humberto pintó en mi piel un laberinto con un peine empapado en roji-carmelita. La mezcla de tintes fusionó la pureza y magia del blanco, la fertilidad del rojo, la enfermedad del amarillo, dejando que el azul y el negro subiesen al cielo y bajasen al infierno. El añil surcaba mi rostro como lágrimas sin eco y el ron deshojaba cantos con mi lengua. Y el Malecón, con la visión rota, entonaba salmos en honor a la ceguera.




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