Cuando veo una obra hiperrealista no sé si quiere que yo entre dentro de ella o es ella la que desea introducirse en mí. Quede ahí la incógnita.
Ante este hombre grande del escultor Ron Mueck, que es como un clon transplantado desde una granja de generación de genes insalvables, nos preguntamos visualmente si el horror se concibe como una entelequia plástica que nos ayuda a ser más resolutivos con nuestra mirada o una aporía que nos salva de pronunciarnos sobre un homínido tan visible.
Según voy examinando más obras suyas, crece el desconcierto y la destemplanza me atrapa, su veracidad monumental te hace más pequeño y las epidermis y texturas no dejan de interrogarte desde una posición de superioridad que te incapacita para seguir adentrándote en ese mundo sin misterio.
Mi amigo y pintor cubano Humberto Viñas y yo adoptamos, tras situarnos en el malecón, la siguiente divisa jesuita, tal como la cita Albert Camus en el "El hombre rebelde": "para el cuerpo la violencia sola, para el alma la mentira". No sentamos con la espalda contra el muro cuando observamos que una tempestad de hombres inmensos y desnudos salían de las cloacas exigiendo una carne corrupta más gorda y soleada. En definitiva, nos dijimos al oírlos, toda moral es provisional.